5. Fuentes de la revelación y lugares teológicos

Curso de Teología [1º] (1999-2000) Introducción a la teología (5)

5. Fuentes de la revelación y lugares teológicos (Barcelona, 18.XI.1999)

Melchor Cano, op (1509-1560)

Melchor Cano, op (1509-1560)

La Revelación, en el designio del amor divino que mueve su providencia comunicativa y salvífica, es la acción o la serie sucesiva de acciones por las que Dios «se dirige y se da al hombre» (Cat. 14). En orden a comunicarnos la participación en su vida, y a restablecerla en el linaje humano después del pecado:

«Dios, que habló a nuestros padres -los padres del Pueblo de Israel-  parcialmente y de diversas maneras por los Profetas, al fin de estos días nos habló por su Hijo, a quien constituyó heredero de todas las cosas y por quien creó también los tiempos» (Hebr. 1,1-2).

Dios habla. La fuente de la verdad salvífica que se nos revela a los hombres es pues Dios. Y porque Dios ha hablado a los hombres, y así como el Pueblo de Israel en la Antigua Alianza tenía «a Moisés y a los Profetas», a nosotros, el Pueblo de Dios de la Nueva Alianza se nos ha dado lo que el Verbo encarnado «hizo y enseñó», y los Apóstoles, testigos de la resurrección del Señor «que habían contemplado y tocado con sus manos el Verbo de la vida… y anunciaron la vida eterna que estaba en el Padre y se manifestó en nosotros» (I Ioann. 1, 1-2).

Cuando hablamos de «fuentes» de la revelación, la misma reflexión teológica busca precisar y caracterizar aquellas realidades en las que está presente y se nos ofrece la Verdad divina. Un lenguaje tradicional hablaba de las dos fuentes que son la Sagrada Escritura y la Tradición Apostólica de la Iglesia. Pero también se ha destacado que en una y otra «fuente» se nos da un único «tesoro» antiguo y nuevo: «el depósito de la fe», lo que la Iglesia, Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo animado por el Espíritu Santo, tiene para custodiarlo fielmente y anunciarlo a todos los hombres.

En las fuentes está el «dato revelado», el «misterio» que se nos anuncia para ser creído con la fe debida a la palabra de Dios. Estas mismas fuentes, concebidas bajo el punto de vista de que sólo en ellas podemos encontrar el principio para un raciocinio teológico que pueda concluir en enunciados verdaderos, y el apoyo para argüir polémicamente contra quienes desfiguren o minimicen la verdad revelada, fueron llamadas también «lugares teológicos», aunque este es un concepto más extenso ya que sólo son fuentes de la revelación los «lugares teológicos originarios».

El concepto y la sistematización de los «lugares teológicos» fue obra de Melchor Cano y constituyó una aportación decisiva a la sistematización de la ciencia teológica. El término denota una analogía entre los «lugares teológicos» y los topica en que pensó Aristóteles y le siguieron otros como Agrícola y Cicerón.

Hoy en día la palabra tópico o lugar común se usa en sentido despectivo, de algo afirmado rutinariamente por el peso de una tradición. Es una enfermedad de nuestro lenguaje, y recuerdo haber oído con gran sorpresa a un Catedrático de Latín muy competente esta afirmación: «los tópicos son siempre verdaderos».

Melchor Cano desarrolló el tema de los lugares teológicos de acuerdo con los conceptos y clasificaciones siguientes:

  1. Lugares propios primarios:
  2. Lugares teológicos originarios son las dos fuentes en que se contiene el único depósito de la revelación divina, es decir:
    1. La Sagrada Escritura
    2. La Tradición Apostólica.
  3. Lugares declarativos eficaces. Que en la argumentación teológica han de tomarse como principios ciertos:
    1. La autoridad de la Iglesia Católica.
    2. La autoridad de los Concilios Ecuménicos.
    3. La autoridad del Sumo Pontífice.
  4. Lugares auxiliares propios:
    1. La doctrina de los Santos Padres.
    2. La doctrina de los doctores escolásticos y de los canonistas.
  5. Lugares auxiliares no propios:
    1. La verdad racional humana.
    2. La doctrina de los filósofos.
    3. La historia.

 

Por la naturaleza del tratado de Melchor Cano, la ordenación es lógica y metodológica. Puede constar con mayor certeza cual sea la fe de la Iglesia, entendida como «la sociedad de los católicos bautizados, justos o pecadores, pero unidos en la profesión de la misma fe», que el hecho histórico y el texto auténtico de tal o cual definición dogmática en un Concilio. Nótese también que la autoridad infalible de los Concilios no ha tenido que ser nunca definida, porque pertenece a esta fe que los Pastores enseñan y los fieles creen unánimemente.

La autoridad individual de un Santo Padre o de un Doctor Escolástico no es equiparable a la fe de la Iglesia, y sólo por el testimonio de ésta, expresado también por el consentimiento de los Padres o de los Teólogos, se constituye su doctrina en expresión de la de la Iglesia Católica.

En este contexto es de gran importancia comprender el sentido de la recomendación insistente, por el Magisterio de la Iglesia, y de la doctrina filosófica de Santo Tomás de Aquino.