Santo Tomás de Aquino (biografía)

SANTO TOMÁS DE AQUINO (1225 – 1274)

Santo Tomás de Aquino (1225 - 1274)

Santo Tomás de Aquino (1225 – 1274)

Su personalidad humana, su obra y su acción han podido a veces quedar ocultas, distraída la atención hacia su presencia pública y su amplio y secular influjo. Llamado desde los siglos medievales el doctor angélico, canonizado en 1323, declarado doctor de la Iglesia en 1567, proclamado como patrono de los estudios por León XIII en 1879, presentado como doctor común por Pío XI y como orientador de la ciencia teológica por el Concilio Vaticano II.

Tomás fue hijo, no primogénito, de una familia de antiquísima nobleza, en la que se cruzaba la sangre de ascendientes que habían pertenecido al patriciado romano, con la de los normandos, los últimos bárbaros invasores, tan prontamente asimilados a la cultura occidental romano-germánica, y vertebradores de edificios políticos en Inglaterra, como en Sicilia y en Nápoles.

La fecha de su nacimiento se fija hacia 1274-75. Su hogar natal es el castillo de los condes de Aquino, Roccasecca. Su padre Landulfo y algunos de sus hermanos colaboran y luchan al lado del celebérrimo emperador Federico II. La educación de Tomás en Monte Casino, la abadía benedictina, no estaba desconectada, al parecer, de la esperanza ambiciosa de que algún día un miembro de la familia de los condes de Aquino fuese el abad de la influyente institución monástica.

La vocación dominicana de Tomás nace en él ya hacia sus veinte años. La hostilidad de su familia dará lugar a los hechos en torno a los que se configura la característica anécdota, con real base histórica. Algunos historiadores hablan incluso de oposición del propio Emperador a la vocación dominicana de Tomás: lo cierto es que su propia madre mueve a sus hermanos al secuestro del que había ya ingresado en la orden dominicana, para provocarle y para tentarle, para que abandone su vocación religiosa. El perseverante Tomás venció aquel primer obstáculo en su camino. Hay que recordar, a propósito de esto, y habida cuenta de que la propia familia le había enviado desde su infancia como oblato al monasterio benedictino, que las órdenes mendicantes, los dominicos y los franciscanos, eran entonces recientes; y tenían en la sociedad de su tiempo una posición que podría compararse a la de un gremio de la naciente y pequeña burguesía; mientras las grandes abadías estaban constituidas desde siglos entre los grandes centros de poder en la sociedad feudal.

Tomás fue un hombre de acción perseverante. Algunos psicólogos lo incluyen en su catálogo de ejemplos de talante «apasionado» -emotividad profunda, disponibilidad y constancia en la acción, reacción secundaria-. Si tuviéramos que situarle desde otros cuadros conceptuales podríamos tal vez decir de él que es un hombre religioso, especulativo, pero a la vez fuertemente orientado a ejercer su influencia, a través del pensamiento, sobre la sociedad humana.

No interesa aquí detallar cronológicamente las etapas de su vida, más que en la medida en que nos sugieran el curso coherente de sus orientaciones y de sus tareas. En Colonia es discípulo de San Alberto, el Magno, el que abre definitivamente las puertas a Aristóteles en la tradición teológica occidental, y al que el contacto con la obra aristotélica estimula también en su empeño de atender a la experiencia y a conocer la naturaleza. Es la autoridad de su maestro Alberto la que lleva al joven «bachiller» Tomás al profesorado en Paris.

En París fray Tomás iba a tener que luchar de nuevo en un doble o mejor triple frente. Primeramente había que defender la legitimidad de la presencia de los frailes mendicantes como maestros en la Universidad. Con una reacción que no se ha dado sólo entonces en la Iglesia, había quienes exigían a los que habían hecho profesión de pobreza evangélica la renuncia al prestigio y a la influencia del saber teológico y filosófico Entre el clero secular francés y entre los maestros seculares de la facultades parisienses, aquella línea que quería excluir de la Universidad a franciscanos y dominicos era predominante. Aquí tuvieron que luchar paralelamente ambas órdenes San Buenaventura, el franciscano, y Santo Tomás, el dominico.

Si para la orden franciscana, por su vocación originaria, había sido en algún momento algo problemático para su propia vida interna el tema de los estudios y las ciencias sagradas, para la orden de predicadores, para los dominicos, la cuestión ofrecía un aspecto distinto. Su lema era VERITAS, y la fundación de Santo Domingo nacía para ser orden de predicadores y de doctores. El cultivo de la ciencia sagrada y de todas las disciplinas humanas que aquélla exigía por sí misma, era algo intrínseco a su propia vocación en la sociedad cristiana.

Fueron necesarias intervenciones de los propios pontífices romanos para asegurar en París el derecho de los frailes mendicantes a la posesión de sus cátedras en la Sorbona; pero entre tanto la acción polémica del fraile Tomás se había ejercido decididamente. Es característico de su mentalidad poderosamente sintética, capaz de comprender como implicado y exigido lo que otros ven como incompatible con una determinada misión, el que la defensa de los frailes mendicantes en su derecho a la docencia universitaria, la realizase en un opúsculo titulado Contra los que impugnan el culto divino y la religión.

El otro frente, o más propiamente doble frente, de significado más universal y permanente para el futuro de la cultura católica, era el que se planteaba entre la cerrada hostilidad antiaristotélica de quienes invocaban la tradición y la autoridad de San Agustín, desde la facultad de Teología, y aquéllos que, desde la facultad de artes liberales, se entregaban, en nombre de la autoridad de Aristóteles y del Comentador, Averroes, a concepciones filosóficas incompatibles con el creacionismo bíblico, con la afirmación de la individualidad personal del hombre y con su libre albedrío y responsabilidad moral.

Estos aristotélicos intransigentes, lo que conocemos como «averroístas latinos», se refugiaron en el lenguaje de la «doble verdad», para profesarse a la vez creyentes y negadores, en cuanto filósofos, de aquello mismo que decían creer.

Tomás de Aquino, siguiendo la ruta iniciada por Alberto de Colonia, asumió decididamente la opción por la filosofía aristotélica; hay que entender que el fraile Tomás es en su intención central como hombre de pensamiento, un cultivador de la ciencia sagrada, apoyado en la fe, cuyos artículos son el principio de la Teología y muy atento a la tradición total de la Iglesia católica y por lo mismo y muy especialmente, un heredero y discípulo de San Agustín.

San Alberto Magno (1206-1280)

San Alberto Magno (1206-1280)

A través de su maestro Alberto hereda también mucho del neoplatonismo cristiano-griego, en el pseudo-dionisio, «el aeropagita» para los medievales. Se ha dicho que Tomáss es el más platónico de los aristotélicos, y tal vez sepia también justo decir que es un teólogo discípulo de San Agustín que asume, en la construcción de una síntesis teológica, el pensamiento de Aristóteles.

De aquí la lucha en un doble frente. Santo Tomás, intérprete lúcido de Aristóteles, realiza con el aristotelismo lo que él mismo afirma haber realizado San Agustín con el platonismo: aceptar lo racionalmente verdadero, y por lo mismo conciliable con la verdad revelada, y rechazar lo falso, incompatible con la fe. De aquí su polémica contra la tesis averroísta de la «unidad del entendimiento», destructora de la personalidad del hombre. Contra ellos escribe: Sobre la unidad del entendimiento contra los averroístas. Nadie podrá acusar al fraile Tomás de haber caído en «las tinieblas del aristotelismo» de que hablaban los agustinianos. Pero parece claro que, cuando se enfrenta al aristotelismo averroísta Ton-As necesita en cierto modo también dejar patente su propia fidelidad a la ortodoxia.

Rechaza la tesis de la certeza y necesidad de que el mundo sea eterno, sin comienzo temporal; pero sostiene también que este comienzo temporal es algo conocido por la fe, puesto que la razón quedaría sin pruebas demostrativas en pro o en contra de la finitud del universo en el tiempo. Esta actitud, en la que sigue al judío Maimónides, escandalizaba a muchos, entre ellos a San Buenaventura. Pensaban que, al negarse la demostrabilidad racional de la creación en el tiempo, se debilitaba también la misma doctrina creacionista. Santo Tomás escribiría Sobre la eternidad del mundo contra los murmuradores para contraatacar en este frente, opuesto al de los averroístas. Es muy característico de su mentalidad su alegato: querer armonizar la fe con argumentaciones filosóficas no suficientemente fundadas racionalmente, ni estrictamente demostrativas, no conduce a la defensa del misterio revelado, sino que da ocasión a la burla de los infieles y al desprestigio de la fe.

Su tares de comentarista de Aristóteles ocuparía ya toda su vida, en Paris, más tarde en Italia trabajando junto a la corte pontificia, y en su últimos años en Nápoles Labor paralela a sus trabajos como exegeta de las Sagradas Escrituras. Por una lectura minuciosa y penetrante es, en uno y otro campo, una de las cimas por la calidad y la influencia de sus escritos. Cuando se le considera solo como un escolástico sistemático, no se atiende tal vez al hecho de que, dejando todavía incompleta la tercera parte de la Summa Theologica, se dedicase en los últimos años de su vida a comentar a la vez los salmos, y las Cartas de San Pablo, y dos tratados «físicos» de Aristóteles Sobre el cielo y el mundo y Sobre los meteoros.

Tomás no asumió el aristotelismo con la actitud de quien sigue una corriente determinada, algo así como una moda intelectual. En pocos hombres hallaríamos, en la historia del pensamiento humano, una actitud tan consciente de independencia intelectual al servicio de la búsqueda de la verdad.

En la doctrina sagrada los principios están en las verdades reveladas contenidas en los símbolos y enseñadas por la Iglesia, y en este sentido en ella el argumento de autoridad es el máximo. Entiéndase que se trata de la autoridad divina, y que «más hay que atender a la Iglesia que a San Agustín, a San Jerónimo o a cualquier otro doctor«. La misma razón del teólogo no puede someterse del mismo modo a la Tradición de la Iglesia que a la autoridad particular de los doctores.

En el terreno de los conocimientos asequibles a la razón humana por su misma luz natural, el argumento de autoridad es el ínfimo. Los hombres no filosofan para saber que han dicho otros hombres, sino buscando conocer la verdad de las cosas. Tomás no asume el aristotelismo como optando por «la cultura vigente», o que estaba irrumpiendo en su tiempo, sino porque está convencido de las verdades de orden metafísico, filosófico-natural, antropológico y ético que pueden hallarse en su obra. Ya San Agustín, dice con sutil ironía siguió a Platón «cuanto lo soportaba la fe católica«; advertencia implícita a sus adversarios agustinianos: si desde el aristotelismo pueden surgir interpretaciones incompatibles con la concepción cristiana del universo y del hombre, también podría ocurrir esto con el platonismo, desviación que consiguió ser evitada por el gran doctor cuya autoridad había sido hasta entonces hegemónica en la cristiandad occidental.

Y santo Tomás no calla sobre cuál fuese el grave peligro para la fe que se corría desde un platonismo incondicional: «es contrario a la fe afirmar que las esencias de las cosas no existen en las cosas mismas«. Desde el platonismo podría dejarse de lado la realidad del mundo material para moverse solo en el mundo inteligible de las esencias y de las ideas; y desde esta perspectiva toda la doctrina revelada sobre la Encarnación, y la concreta historia de la salvación, tendrían que ser leídas solo como mitos sensibilizadores de una «realidad esencial» ajena a la concreción histórica. La actitud armónica y sintetizadora de santo Tomás de Aquino, no intenta conciliar opuestos, sino reconocer el carácter complementario y correlativo de los principios que integran las realidades finitas del universo creado. En las concepciones aristotélicas sobre el origen sensible del conocimiento intelectual y la unidad sustancial del hombre; sobre la analogía de los conceptos ontológicos, y sobre las estructuras acto-potenciales que hacen posible explicar el devenir en el ente, y la naturaleza de los individuos poseedores de una misma esencia materialmente singularizada; encuentra un instrumento apto al servicio de la misma ciencia sagrada. Puede decirse que es una opción asumida como teólogo la que mueve a santo Tomás en lo filosófico a la recepción del pensamiento aristotélico.

El hilo conductor o impulso central de la tarea especulativa de fray Tomás, el dominico, lo hallamos expresado por él mismo en formulas expresivas e insistentes: la gracia -don divinizante no destruye la naturaleza, sino que la presupone como el propio sujeto al que perfeccionar; así la gracia sobrenatural restaura y potencia la perfección humana en cuanto tal, además de exigirla previamente. La fe presupone en el conocimiento racional, por esto la ciencia sagrada exige asumir instrumentos racionales verdaderos en su orden, es decir naturalmente verdaderos y cognoscibles por la luz racional humana. La virtud teologal de la caridad, amor de amistad entre el hombre y Dios posibilitado por la comunicación de la vida divina por Dios a los hombres, por medio de Jesucristo, asume y ordena la inclinación natural de la voluntad a los fines humanos en cuanto tales.

Teológicamente es santo Tomás el máximo doctor de un teocentrismo encarnacionista, esto es, centrado en el misterio de Cristo que «en cuanto hombre es para los hombres el camino«; y que «por medio de su humanidad nos comunica a nosotros los hombres la plenitud de la divinidad«. En sus grandes obras sistemáticas brilla genialmente la utilización de la filosofía aristotélica, con su realismo ontológico, y su concepción unitaria del hombre como viviente sensible racional, al servicio del mensaje central de la proporción y armonía entre la gracia y la naturaleza, carácter propio de su humanismo encarnacionista y teocéntrico.

En esta perspectiva se comprende que tuviese también la necesidad de un esfuerzo original y creativo en el ámbito metafísico. Tomás de Aquino, en contraste con muchos autores que son menos originales de lo que aparentan, es por el contrario, bajo apariencia de modesta pero independiente utilización de verdades ya adquiridas por otros, uno de los metafísicos más originales e innovadores que hallamos en la historia de la filosofía.

En su concepción del ente, de lo que es, y del ser como acto y perfección del ente, opera algo más que una transformación de la metafísica aristotélica del acto y la potencia. Es especialmente por esta creación genial por la que pudo decir Gilson que «santo Tomás introdujo una filosofía irreductible a cualquier sistema del pasado, y que por sus principios permanece perpetuamente abierta al porvenir«.

La independencia intelectual de santo Tomás es de tal manera auténtica que se muestra como incompatible con el empeño en decir lo nuevo por lo nuevo. Su actitud es sencillamente pensante, y por lo mismo respetuosa con los anteriores. Esto que como teólogo forma parte de su profunda implantación en la Iglesia, como pensador le lleva a los más inesperados aprovechamientos de cuestiones suscitadas por otros. Pero nos hallamos ahora con un caso en que el aprovechamiento es nada menos que una total inversión de perspectiva.

Avicena, el filósofo islámico que con Averroes ejerció en Occidente la máxima influencia en la recepción de Aristóteles, había advertido que, al entender la esencia de algo, no por ello entendemos la razón de que existe. Había expresado esto diciendo que en todas las cosas del universo su «existencia» es un accidente de las mismas, es decir, algo sobrevenido y no esencial. Se introducirá así una concepción del ente que determinaría durante siglos el «esencialismo» en la metafísica occidental, conexo con lo que Martin Heidegger ha llamado «el olvido del ser». Para santo Tomás el planteamiento aviceniano fue ocasión de innovar profundamente la doctrina aristotélica sobre la potencia y el acto. La esencia finita, a la que no pertenece su propio ser, es en esta dimensión potencia o capacidad de ser. El ser o acto de existir no le sobreviene como accidente sino que es el acto o perfección del ente mismo, «la actualidad de las esencias», » lo perfectísimo de todo».

Es el ser el constitutivo de la perfección de lo que es: «Ninguna perfección tendría el hombre por su sabiduría, a no ser que por ella fuese sabio»; es decir, participase del ser según aquella cualidad. Y aunque el ser como acto sea contingentemente poseído por los entes creados; y éstos posean sólo el acto y perfección finitos, esto patentiza que el ente finito participa del ser, pero no lo posee en virtud de su esencia. Esta correlación de la esencia finita como capacidad de perfección, y del acto de ser como perfección constitutiva del ente, define para Santo Tomás al ente creado, solo últimamente explicable desde la comunicación de la perfección participada por el acto creador. Por esta primacía del ser, así entendida, no se afirma la primacía de la contingencia o de la facticidad. Santo Tomás no puede ser calificado como «existencialista«, y la metafísica del ser que él concibió queda realmente fuera y por encima de la dialéctica de las tensiones producidas en la modernidad filosófica. La apertura permanente de su sistema le deja fuera de las unidimensionalidades y unilateralismos posteriores, que no han representado, por lo mismo, un progreso en la comprensión de la realidad, sino la desintegración de una comprensión sintética de la misma.

La «metafísica del ser» posibilita a santo Tomás estructurar con rigor ontológico la doctrina de la jerarquía o gradación de los entes. Aquello que llamaba nuestro Jaime Bofill la escala de los seres. En toda la naturaleza lo más digno y perfecto, y lo único en que el individuo existente es «por sí mismo apto para ser amado«, es «la persona«. Carecería de sentido el universo creado si no fuese ordenado finalmente a la perfección y felicidad de los seres personales que forman parte de él, a la vez que le trascienden como capaces de alcanzar la contemplación y la amistad con Dios mismo. «Solo la criatura racional es por sí misma buscada en el universo, y todo lo demás en orden a ellos».

Ciencia sagrada y disciplinas filosóficas concluyen en la obra de santo Tomás de Aquino en elaborar la más fundamentada doctrina sobre la dignidad personal del hombre que se haya pensado hasta hoy en el occidente cristiano. El hombre, sujeto y término único en el universo visible de «amor de amistad», único sujeto capaz de consumar la perfección de su ser en la «felicidad», es «imagen y semejanza de Dios» según la expresión bíblica, sobre la que habían reflexionado ya los Padres de la Iglesia y especialmente san Agustín.

Hallamos en santo Tomás algunas profundizaciones y progresos en este contexto. Los «ángeles» son ciertamente, como espíritus puros, más perfectos que el hombre en cuanto imagen de Dios, pero hay una dimensión en la que el linaje de los hombres se asemeja a Dios más que los propios ángeles, y ésta no es otra que la paternidad, la fecundidad vital que causa naturalmente nuevos seres personales en el universo. «El hombre nace del hombre, como Dios nace de Dios«.

Por esto replicando con audacia e ironía, esta vez menos contenida que otras veces, algún doctor griego, que por contaminación platónica hacia derivar la procreación humana de la situación subsiguiente a la caída original, santo Tomás advierte que es ésta una tesis inconsistente, ya que obligaría a «reconocer como muy conveniente y necesario el pecado original, para que se pudiese seguir para la humanidad un bien tan grande como es la generación de los hijos«.

Y a quienes piensan que, en el hombre no desintegrado por la pecaminosidad no se daría el placer en el acto generador, responde santo Tomás que «el deleite que sigue naturalmente una operación seria tanto más intenso cuanto más ordenada y pura la naturaleza humana«.

Sobre su concepto del hombre y de su dignidad personal, y su convicción de que la plenitud de la vida personal, la felicidad, da sentido dinámico a todas las aspiraciones que ponen en marcha la vida humana, se fundamentan los riquísimos desarrollos éticos contenidos en su comentario a Aristóteles, y de manera excepcionalmente rica en los tratados en la segunda parte de la Summa Theologica. La ética de santo Tomás, que revela una personal experiencia humana, a la vez que asume e incorpora en una perspectiva cristiana tradiciones filosóficas, es una moral de fines, completamente alejada de lo que seria en la modernidad una moral de sentimientos, de normas formales, o de «valores» escindidos de la realidad de la vida humana.

Las virtudes morales refrenan las pasiones excesivas, pero causan en el hombre virtuoso las pasiones en el caso de que éstas sean defectivas o ausentes. El deber moral se funda en la necesidad de la consecución de un fin a que la vida se ordena; por esto la ley natural, que el hombre conoce por natural sindéresis, es «conforme a las inclinaciones de la naturaleza humana«. La ordenación última de todos los bienes humanos a la felicidad es pues el fundamento del orden moral.

Tal vez para nuestros días tendría interés llamar la atención sobre el mensaje, profundamente humano, del gran teólogo encarnacionista y teocéntrico, llevando nuestra reflexión hacia las palabras con que introduce él mismo su comentario a la Metafísica de Aristóteles: «Todas las ciencias y artes se ordenan a una sola cosa, a la perfección del hombre, que es su felicidad«.

Francisco Canals Vidal