Cristiandad 554 (abril de 1977)
Francisco Canals Vidal
Reflexiones sobre los textos de Marx
(Reproducimos los textos comentados al final del artículo)
¡Qué distinto es comprender y sentir algo que meramente saberlo o tener noticia de ello! Me parece haber llegado por primera vez a la comprensión y sentimiento de lo que estos textos de Marx significan, al oírlos leer en una sesión de seminario por un alumno de mi curso sobre «Teoría y praxis». Al pedirle que repitiese la lectura, para que todos los que le oíamos nos hiciésemos auténticamente cargo del tema, me daba cuenta de lo que es verdaderamente el problema en nuestro ambiente universitario y en nuestra sociedad.
A Marx le parece todavía insuficiente la crítica del cristianismo y de la religión formulada por la izquierda hegeliana y especialmente por Feuerbach. Tampoco tiene interés para el marxismo una posición materialista que atienda a la materia como realidad objetiva. Toda consideración sobre la verdad, entendida como adecuación del pensamiento a la realidad, sería todavía una posición «escolástica».
Primacía de la praxis, materialismo dialéctico y ateísmo, o más exactamente antiteísmo práctico, son para el marxismo algo inseparable. Si la negación de Dios va ligada a la atribución de predicados divinos a otra realidad, aunque ésta sea la naturaleza humana universal, todavía no se ha superado el «desdoblamiento» de la conciencia y la «alienación» religiosa.
Y si la afirmación de que nada ha de ser adorado se fundase en una consideración teórica sobre la realidad, todavía no se habría ejercido la total recusación de cualquier superioridad sobre el hombre como sujeto activo.
Muchos se escandalizaron de que Pío XI calificase el marxismo como «intrínsecamente perverso». No habían sentido, ni experimentado en su dinamismo y orientación, una praxis revolucionaria que, en orden a destruir en la conciencia humana toda idea de Dios, necesita revolucionar y destruir, en odio a la «familia celeste», la «familia terrenal».
El antiteísmo marxista no puede ser comprendido sino desde el mensaje de san Pablo en su epístola a los Tesalonicenses: el hombre empecatado se rebela «contra todo lo que se llama Dios o recibe culto». Contra la fe verdadera en Dios y contra cualquier tipo de religiosidad y aun de idolatría. Su mismo «antifascismo» se dirige no contra los errores estatistas, de inspiración también hegeliana, sino contra cualquier afirmación de un principio unitario y absoluto más allá del hombre.
«No hay poder sino por Dios»; «esté toda alma sometida a las potestades superiores, porque las que existen han sido ordenadas por Dios». Tal es la enseñanza de la fe cristiana, con la que está acorde el sentido común y la razón humana. El marxismo, en orden a negar a Dios, presenta su idea como una proyección alienante de las potestades superiores bajo las que se despliega la vida del hombre. La praxis marxista combate esta ordenación para realizar prácticamente en lo terreno la negación de Dios.
San Agustín hablaba del amor soberbio y egoísta de sí mismo que lleva al hombre hasta el desprecio de Dios. En el antiteísmo marxista encontramos este orgullo y protervia llevados a su consecuencia de suicidio del hombre y de destrucción del orden natural.
En su hostilidad a lo sobrenatural, el marxismo es también antinatural y antihumano. El «ser» es, según la filosofía cristiana, el «efecto propio de Dios». Con una actitud que prolonga y radicaliza la de las gnosis, a las que acusaba san Ireneo de sentir odio a lo que Dios había creado, la praxis marxista se orienta hacia la negación de lo que es, hacia la destrucción y aniquilamiento de la realidad.
Toda afirmación de la verdad es «dogmatismo». Toda búsqueda e investigación desinteresada de la misma, es «alienante». La filosofía ha de ser cancelada por ser «religión convertida en pensamiento». Pero tras el implacable antidogmatismo se oculta una ciega, e implacable, e incondicionada actitud: la del «espíritu que siempre niega» –según las palabras que pone Goethe en labios de Mefistófeles– la de la primacía de la nada y de la tiniebla, que pretende ser el todo originario, frente al ser y la luz, a las que se juzga despreciables y llamadas a la destrucción.
La implacable intransigencia de esta praxis antinatural, antihumana, y finalmente antiteística, cuya eficacia experimentamos cada día, me llevan a reflexionar sobre el trágico problema práctico de nuestra vida cultural y universitaria.
En el pasado siglo los liberales quisieron caricaturizar las actitudes «ultramontanas» atribuyendo a Louis Veuillot la tesis de que invocaba en su favor la libertad, por estar ésta en el programa liberal, pero que no tenía que concederla él porque no estaba en su programa.
Ahora todos sabemos que el marxismo no tiene en su programa ni la libertad política, ni el respeto a las minorías, ni a las mayorías, ni al valor de la cultura y de la ciencia en sí mismas. Pero el liberalismo carece de criterio teórico y práctico para salvar a la sociedad y a la Universidad de la agresión destructora de la praxis marxista.
Nuestra universidad es hoy un cuerpo en descomposición. Hace algunos días en su «Aula magna» tuvo lugar un «juicio sobre la familia», en el que, frente al matrimonio monógamo y a la relación paterno-filial, se defendió la comunidad sexual y una como paternidad de todos sobre todos. También la familia juzga, y con fundamento sólido, sobre la Universidad, y todos sabemos lo que piensa sobre ella un padre de familia normal. Hace algunas horas acabo de oír el comentario del taxista que me había conducido a la zona universitaria de Pedralbes.
Mi motivación personal para dedicarme al estudio de santo Tomás de Aquino, que me llevó a encontrar mi vocación profesional en la enseñanza, surgió como consecuencia de la lectura y consideración de los escritos de santa Teresita del Niño Jesús. Su espiritualidad es el finis operantis de toda mi tarea especulativa y académica. Pero nunca he explicado en mis clases de metafísica el contenido de los manuscritos autobiográficos de la genial escritora de Lisieux. No es allí el tema; si lo hubiese hecho no hubiera dejado de suscitar extrañezas y aun protestas.
Los profesores y estudiantes marxistas dedican toda su actividad a una acción revolucionaria. Desde la redacción de los programas y la selección de la bibliografía, hasta el tono de las explicaciones y la reiterada utilización de las clases como asambleas políticas, no tienen otra cosa que hacer sino «transformar el mundo», según las orientaciones del Partido.
El problema es grave, y desde los presupuestos convencionales de la vida universitaria y política occidental, insoluble. A los estudiantes creyentes quiero invitarles a la oración y a la profesión sincera de su fe católica.
A todos cuantos conserven todavía algo de sentido común, porque hayan conseguido salvarlo de la contaminación ambiental, les invito a la sinceridad, al estudio, a la seriedad y a la consecuencia consigo mismos.
Tesis sobre Feuerbach
Marx, C., Manuscritos: economía y filosofía. 3er manuscrito, (1844) p. XII
V. No contemplación, sino praxis revolucionaria
I. El defecto fundamental hasta el presente de todo el materialismo anterior –incluyendo al de Feuerbach– es que sólo considera las cosas, la realidad del mundo sensible, en forma de objeto de observación y no como actividad sensorial humana, no como actividad práctica, no subjetivamente. Así se explica que el aspecto activo ha sido desarrollado por el idealismo, en oposición al materialismo, pero en forma abstracta, porque el idealismo no conoce, naturalmente, la actividad real concreta como tal. Feuerbach quiere objetos sensibles, realmente distintos de los objetos mentales, pero tampoco concibe la actividad humana como una actividad objetiva. Por eso La esencia del cristianismo sólo considera como actitud auténticamente humana la actividad teórica y capta sólo la actividad práctica en su manifestación bajamente judaica. Por consiguiente, no comprende la importancia de la actividad «revolucionaria», práctico-crítica.
II. La cuestión de saber si el pensamiento humano puede aspirar a la verdad objetiva no es una cuestión teórica sino práctica. Es en la práctica donde el hombre ha de demostrar la verdad, es decir, la realidad y la fuerza, en este mundo y para nuestro tiempo, de su pensamiento. La disputa sobre la realidad o la irrealidad del pensamiento al margen de la práctica es una cuestión puramente escolástica.
III. La teoría materialista de la modificación de las circunstancias y la educación olvida que las circunstancias son modificadas por los hombres y que el educador debe también ser educado. Esta doctrina divide, pues, a la sociedad en dos partes, una de las cuales es superior a la sociedad. La coincidencia de la modificación de las circunstancias y de la actividad humana –o automodificación– sólo puede concebirse y comprenderse racionalmente como una práctica revolucionaria.
IV. Feuerbach parte del hecho de que la religión hace al hombre ignorante de sí mismo y desdobla el mundo en un mundo religioso, imaginario, y un mundo temporal. Su cometido consiste en reducir el mundo religioso a su base terrenal. El hecho de que la base terrenal se separe de sí misma y se establezca en las nubes como un reino independiente sólo puede explicarse por el desgarramiento y la contradicción internos de esta base terrenal. Es necesario, pues, comprender ésta en su contradicción, y revolucionarla en la práctica suprimiendo la contradicción. Así, por ejemplo, cuando se ha descubierto que el secreto de la familia celestial es la familia terrenal, se debe destruir primero a ésta en la teoría y en la práctica.
V. No satisfecho con el pensamiento abstracto, Feuerbach pide la intuición sensible, pero no considera el mundo sensible como una actividad práctica, concreta, del hombre.
VI. Feuerbach reduce la esencia de la religión a la esencia del hombre. Pero la esencia del hombre no es una abstracción inherente a cada individuo particular. La verdadera naturaleza del hombre es el conjunto de sus relaciones sociales. Feuerbach, que no entra en la crítica de esta esencia real, se ve, pues, obligado:
1. A hacer abstracción del curso de la historia y a convertir el espíritu religioso en algo inmutable, existente por sí mismo, y a suponer la existencia de un individuo humano abstracto, aislado.
2. A considerar la naturaleza del hombre únicamente en términos de género, como una cualidad universal interna y muda que une a los numerosos individuos de forma puramente natural.
VII. Por eso Feuerbach no ve que el «espíritu religioso» es un producto social y que el individuo abstracto que él analiza pertenece a una forma particular de sociedad.
VIII. Toda vida social es esencialmente práctica. Todos los misterios que desvían la teoría hacia el misticismo encuentran su solución racional en la práctica humana y en la comprensión de esta práctica.
IX. El resultado más alto a que ha llegado el materialismo que se limita a observar el mundo, es decir, que no concibe la existencia sensorial como una actividad práctica, es la observación de los individuos particulares y de la sociedad burguesa.
X. El punto de vista del materialismo antiguo es la sociedad burguesa; el del nuevo materialismo es la sociedad humana o la humanidad socializada.
XI. Los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de diversas maneras; de lo que se trata es de transformarlo.
El capital
Prefacio de la segunda edición
[…] Mi método dialéctico, no sólo difiere fundamentalmente del de Hegel, sino que le es directamente opuesto. Para Hegel, el proceso mental, del que llega hasta hacer un sujeto independiente bajo el nombre de idea, es el demiurgo de la realidad, la cual sólo es su manifestación externa. Para mí, a la inversa, lo ideal no es más que lo material, transpuesto e interpretado en la cabeza del hombre.
He criticado el lado místico de la dialéctica hegeliana hace poco más o menos treinta años, cuando todavía estaba de moda. Pero precisamente cuando yo trabajaba en el primer tomo de El capital, los fastidiosos, mediocres y pretenciosos epígonos que ahora dirigen la orquesta de la Alemania letrada, se complacían en tratar a Hegel como el bravo Moses Mendelssohn trataba a Spinoza en tiempos de Lessing, es decir, como un «perro muerto». Me declaré, pues, abiertamente discípulo de aquel gran pensador y llegué incluso a hacer gala de su modo de expresión característico en el capítulo sobre la teoría del valor. El misticismo en que se envuelve la dialéctica en manos de Hegel no impide absolutamente que sea él quien haya expuesto el primero sus formas generales de movimiento de un modo comprensivo y consciente. Hegel pone la dialéctica al revés. No hay más que darle la vuelta para descubrir el núcleo racional bajo la envoltura mística.
En su forma mística, la dialéctica estuvo a la moda en Alemania, porque parecía glorificar lo existente. En su forma racional, es un escándalo y un horror para la burguesía y sus corifeos doctrinarios; porque en la comprensión positiva de lo existente incluye la inteligencia de su negación, de su necesaria caída; porque lo concibe todo en movimiento, y también, por lo tanto, como formas perecedoras y transitorias; porque nada la puede dominar, y es esencialmente crítica y revolucionaria.