Sobre la prudencia de los santos

La corte celestial, de G. B. Ricci

La corte celestial, de G. B. Ricci

No hay duda que la palabra prudencia podría ser clasificada en el grupo de las máximamente devaluadas. No porque sea tópico despreciar la prudencia, sino precisamente porque con la máxima frecuencia no se utiliza para significar la virtud moral, la virtud cardinal, sin la que no se da rectitud moral alguna, sino para significar la mediocridad, la cobardía, la tendencia al incumplimiento de los deberes pretendidamente justificados por las circunstancias, pero debida en el fondo a la carencia de fortaleza y de firmeza en las convicciones.

La Iglesia católica no procede a autorizar la elevación al honor de los altares, es decir, no decreta la beatificación de los siervos de Dios, sino después de haberse declarado, en un atento y riguroso examen, que practicaron las virtudes en grado heroico. Si se exceptúan los mártires de esta regla es porque la declaración del verdadero martirio contiene ya la afirmación de que consumaron su vida con la mayor prueba de amor; que, por otra parte, y en el supuesto en que los mártires se encontraron, resulta también ser el acto máximamente inspirado por la auténtica prudencia del cristiano.

Porque la prudencia no es una mediocridad. La prudencia es la perfección del juicio práctico que hace al hombre apto para elegir siempre subordinando lo que se ordena al fin, al fin último al que ha de tender toda su vida. La prudencia, que es imposible sin la rectitud de la voluntad y la firmeza de todas las virtudes morales, es la que hace que el hombre no tome, en las cosas que no dicen carácter con el fin de su vida, sino que deben ser asumidas «tanto-cuanto» a aquel fin conducen, ni más ni menos que lo conveniente para aquel orden.

Por esto, la prudencia es la que hace capaz de discernir el término medio virtuoso entre extremos, por exceso o por defecto, viciosos. Por esto algunos confunden la ordenación prudente de la vida con aquella mediocridad viciosa que parece juzgar virtuoso sólo aquello que queda a la mitad del camino entre la virtud y el vicio. Por esto, el cobarde juzga imprudente al valiente y fuerte; y también puede ocurrir que el temerario considere cobardía a quien elige prudentemente, no dejándose llevar del desorden vanidoso de la pasión de audacia que inclina a la temeridad.

Ruego al lector disculpe que haya recordado estas elementales nociones, que sirven a modo de preámbulo para invitar a una reflexión sobre la prudencia de algunos santos. Concretamente, sobre la prudencia de tres Papas santos: aquellos que son los tres pontífices romanos, posteriores al siglo en que se inicia la Edad Moderna, que veneramos ya en los altares. Son éstos San Pío V (1566-1572), el beato Inocencio XI (1676-1 689) y San Pío X (1903-1914). También está abierto el camino hacia la beatificación de Pío IX (1846-1878), cuyas virtudes heroicas han sido declaradas ya, recientemente por la Santa Sede.

Voy a mencionar sólo algunos hechos de los tres pontificados correspondientes a los ya beatificados o canonizados. Confieso que escojo algunos de los hechos que más comúnmente serían considerados, desde la falsa prudencia mundana, como escandalosamente imprudentes y temerarios.

El Papa san Pío V, el que organizó la Liga Santa contra los turcos que obtuvo la victoria, tan española, de Lepanto; el qué declaró a Santo Tomás de Aquino Doctor de la Iglesia e instituyó la fiesta del Santísimo Rosario, se enfrentó, desde su conciencia de ejercer en el mundo la suprema autoridad en nombre de Dios, a la reina Isabel I de Inglaterra.

En el año 1570 juzgó que aquella soberana había usurpado el título y la función de suprema gobernante no sólo en lo temporal, sino en lo espiritual: «usurpando monstruosamente el lugar de la cabeza de la Iglesia en toda Inglaterra y su autoridad y jurisdicción». En consecuencia de este juicio, en una Bula de 25 de febrero de aquel año 1570, declaró que la reina Isabel quedaba privada de su pretendido derecho a la Corona del Reino de Inglaterra, y que sus vasallos quedaban desligados del deber que les hubiera impuesto su juramento de fidelidad para con ella. En consecuencia, el Papa san Pío V imponía la pena de excomunión no sólo a la reina, sino a los súbditos del reino que le prestasen obediencia.

Hay que reconocer que los católicos ingleses, todavía muy numerosos entonces, no obedecieron a este juicio pontificio. En mi convicción de que el Papa que veneramos en los altares obró prudentemente, supuestas las circunstancias de aquel tiempo en las que la tiranía de la monarquía inglesa iba conformando a la herejía protestante y al odio al papado a aquella nación católica desde siglos, y que sólo dejaría de serlo definitivamente después de algunas generaciones sometidas a aquella tiranía, pienso que obraron imprudentemente los católicos ingleses que se sometían a la Corona tiránica y descristianizadora.

El beato Inocencio XI tuvo que defender la libertad de la Iglesia católica en Francia, no sólo contra las tendencias galicanas, hostiles a la plenitud de la autoridad y de la jurisdicción de la Sede Romana, sino también contra la generalizada actitud del episcopado francés de entonces, que apoyó a la Corona en contra de los derechos de la Iglesia. En febrero de 1682 se dirigía a los obispos franceses con estas palabras: «¿Quién de vosotros ha salido a la arena a luchar la batalla por la casa de Israel? ¿Quién se ha atrevido a dar sólo una voz en defensa de las libertades de la Iglesia? Los obispos han permanecido mudos, y han acarreado sobre el clero francés una deshonra e infamia digna de ser eternamente olvidada, para que no sea para siempre perpetuo monumento de deshonor para el clero de Francia». Muy ilustres personajes componían entonces el Episcopado, así reprendido por el heroicamente prudente Inocencio XI.

Del Papa san Pío X habría muchísimas cosas a decir. Recuerdo solamente que, en 11 de febrero de 1906, condenaba la legislación de la República francesa, por la que ésta se separaba de la Iglesia católica; y daba así por cancelado el Concordato que Napoleón Bonaparte había firmado en 1801 con la Santa Sede. Abonaba la prudencia del santo y heroico pontífice toda la tradición doctrinal católica. Ya León XIII había amonestado a los católicos franceses de que «nunca se guardarían bastante de sostener la separación entre la Iglesia y el Estado».

Este artículo no pretende sugerir que todas las circunstancias históricas y sociales sean idénticas; ni que sólo se de prudencia en las autoridades de la Iglesia cuando éstas adoptan actitudes de rotunda claridad y de total intransigencia. Quiere decir, ciertamente, que es falso que no pueda la prudencia cristiana exigir en determinadas circunstancias aquellos modos de Gobierno. Y también que es un criterio de falsa prudencia mundana aquel que lleva a combatir o a despreciar a los Papas, a los prelados o a los pastores y teólogos, o a los dirigentes laicos de los movimientos de ciudadanos católicos que se crean obligados en algunos casos a ejercitar la valentía y la fortaleza cristiana en defensa de la verdad y del derecho.

Francisco Canals Vidal
El Alcázar (29.VIII.1986)