Cristiandad 517 (1974) 94-95
Francisco Canals Vidal
La tesis: España pertenece a Europa se repite en los últimos años con insistencia, como consigna inspiradora de actitudes políticas, culturales e incluso “pastorales”.
No parece que sea una afirmación “sin problema”. Si se tratase de algo obvio, como sería decir que el castellano es una lengua neolatina, o que por los descubrimientos y la conquista se convirtió en el idioma de muchos millones de hombres, o que la sociedad política española ha sido confesional y católica desde los tiempos de la monarquía visigoda, no parece que se tendría que poner tanto énfasis en la afirmación.
Es característico que el nerviosismo de los europeístas les lleva con la máxima frecuencia a dar al enunciado de su tesis un sentido imperativo y apremiante, expresado en un tono despectivo y acusador. No es la simple afirmación de que los españoles somos europeos, sino más bien la proclamación indignada de que tendríamos que serlo, y de que es intolerable ya que no lo seamos.
El argumento europeísta se convierte en europeizador, sobre la base de una implacable autocrítica de los caracteres propios de lo español empeñado en ser diferente.
Así la consigna europeizadora busca su fuerza en la lamentación y la protesta contra las deficiencias de “este país”, al que es tan difícil convencerle de que no debería ser como es —ni como ha sido en su intolerante historia llena de guerras movidas por la pasión religiosa y política— sino que debería transformarse por la europeización para pertenecer así, como es su deber, a Europa.
Algún problema profundo tiene que haber en la relación entre lo hispánico y lo europeo. De otro modo el europeísmo español no habría tomado las actitudes sermoneadoras e insultantes que han sido su rasgo propio a través de las sucesivas etapas de tarea europeizadora: absolutista; ilustrada; liberal; democrático-cristiana; tecnocrática-desarrollista.
Con la europeización democrático-cristiana, y con sus alianzas e implicaciones progresistas se relaciona la que podríamos llamar “pastoral” descristianizadora mediante la evangelización del pluralismo y la desacralización.
La confesionalidad de la sociedad política española y su unidad católica habían sido ratificadas después de secular vigencia en el Concordato de 1851 y en el Convenio de 1941. En ambos momentos, y después de radicales conmociones en la sociedad por el empeño revolucionario de sentido secularizador y laicizante, fue voluntad explícita de la Iglesia, expresada en la exigencia de la Santa Sede, la que contribuyó, con la voluntad nacional, a la restauración de la confesionalidad política.
España ha de contarse ciertamente entre los casos aludidos en la declaración conciliar del Vaticano II sobre la libertad religiosa: “si atendidas las circunstancias peculiares de los pueblos, se atribuye en la ordenación jurídica de la sociedad un reconocimiento especial a una comunidad religiosa…”. Por la fuerza de la historia, y después de algunas vacilaciones en torno a la idea de un “Estado aconfesional”, la confesionalidad católica del Estado quedó definida como uno de los principios fundamentales constituyentes del edificio político.
Ante este hecho nos encontramos con actitudes absurdas. Y se oyen formulaciones que serían dignas de incorporarse a una antología de paradojas lógicas.
Invocando que el Estado se llama confesional se le sermonea a veces a que por obediencia al Concilio deje de serlo. Parece no caerse en la cuenta que los Estados se convierten en aconfesionales por la fuerza social de la incredulidad, y en este caso ya no se sienten obligados jurídicamente a obedecer a la jerarquía religiosa.
Se quiere que el Estado reconozca la libertad de la Iglesia para enjuiciar la vida social y política, y tal vez se le apremie con textos “conciliares” a que institucionalice el pluralismo político o sindical; y a la vez, y también con textos “conciliares”, se le invita a que deje de proclamar el principio de que inspirará su legislación en la doctrina católica.
Y si tales absurdos se dan en el plano de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, de la manera en que son vistas o presentadas desde campañas periodísticas que intentan crear corrientes de opinión, el mismo empeño deseonfesionalizador lleva a otras paradojas y contrasentidos en la predicación y en la catequesis.
Muchas veces hemos soportado ceremonias funerales en las que hemos oído acusar de hipocresía a los presentes en la iglesia, que con toda seguridad estaban allí todos ellos por amistad con la familia del difunto, y con una actitud por lo menos de respeto, y muchos de ellos también con una convicción sincera en la fe. No veíamos a nadie coaccionado, pero en lugar de oír hablar de la caridad de la plegaria por los difuntos, o de la esperanza de la resurrección, tuvimos que reflexionar sobre los inconvenientes de un cristianismo sociológico, necesariamente insincero e hipócrita.
Tampoco se presupone la buena fe, o la espontaneidad de su gesto, en el padre de familia “que se le ocurre” que debe bautizar a su hijo. Después de lo laborioso de las gestiones viene a veces en la ceremonia una predicación de la que está ausente el anuncio: El que creyere y se bautizare se salvará, pero el que no creyere será condenado”.
Por el contrario, se sugiere que el convencionalismo y la rutina tradicional condicionan la actitud de los padres que bautizan a sus hijos, mientras se afirma como indudable y se propone como ejemplar la sinceridad de los que no lo hacen.
Cosas parecidas, de las que es mejor no hablar, están ocurriendo a quienes se proponen contraer matrimonio ante la Iglesia, y corren el peligro de verse empujados “pastoralmente” a la ceremonia meramente civil. También aquí, como en el caso de las ceremonias funerales y de las bautismales se suplanta la predicación de la salvación por Cristo, por la de una deletérea mitología de la sinceridad.
El Cardenal Gomá argumentaba la necesidad de la confesionalidad católica del Estado español alegando el hecho de que la totalidad moral de los españoles mostraban su fe en los tres momentos decisivos del nacimiento, en que los padres los conducían a la pila bautismal, del matrimonio y de la muerte.
Parece como si estuviesen algunos ahora persiguiendo la comunidad católica española en el empeño de que ya no sea, lo antes posible, mayoritaria y moralmente universal esta profesión de fe.
En otras etapas se intentó vanamente argumentar contra la conveniencia de la confesionalidad con el sorprendente argumento de que los católicos españoles no brillaban por la caridad y la justicia social. Se olvidaba en esta argumentación, entre otras cosas, que es una grave falta de caridad y de justicia excluir del cuerpo visible de la Iglesia a un bautizado no apóstata —es una proposición herética negar que sea cristiano quien tiene fe, aunque no esté en gracia de Dios.
Santo Tomás, al dar la razón por la que es ilícito bautizar a un niño, no dotado de uso de razón, contra la voluntad de su padre, dice que la gracia no ha de actuar contra la naturaleza.
Actualmente vemos que, mientras se insiste en que la Iglesia no se identifica con una cultura, y que la evangelización auténtica ha de respetar los valores naturales y las tradiciones humanas de los pueblos, en la medida en que sean legítimas y capaces de ser asumidas en la vida cristiana, se quiere exigir a nuestro pueblo una radical transformación de espíritu y mentalidad.
Pero ya no se trata de un malentendido que pretenda hacer valer la gracia contra la naturaleza. Lo que se hace ahora es abusar de las estructuras y prestigios jerárquicos contra la gracia y contra la naturaleza.
Y si quienes de esta manera combaten la tradición católica de su pueblo imponiendo, con abuso sacrilego, sus consignas de pluralismo y de secularización, intentan así también “europeizarnos”, hay que reconocer que esto probaría que lo que entienden por Europa los europeístas es algo a que España no conviene que pertenezca.
Tal vez porque “Europa” es un término expresivo de los ideales que orientan la decadencia y el hundimiento de la histórica Cristiandad occidental.