Introducción
La genial ironía de Hegel denuncia, en el prefacio de la Fenomenología del Espíritu, la existencia de cierto «horror sagrado» hacia la «mediación». No hace falta compartir su modo de entender ésta para aceptar la repulsa con que se enfrenta a la beatería inmediatista de quienes fácilmente llegarían, en su entusiasmo por la intuición y el sentimiento, a conceder «que no se debe pensar», o que, desconociendo la esencia del «pensamiento pensado», se inclinarían a exhibir su perplejidad alegando que «no se sabe qué es lo que se debe pensar en un concepto dado».
Un mal entendido elemento «sacral» fue factor decisivo en el desconcierto que quebró la síntesis del pensamiento medieval, y siguió después rigiendo las peripecias y rumbos de la modernidad filosófica. La representación según la cual el conocer es esencialmente intuición de lo dado en presencia inmediata, y lo conocido por antonomasia y en cuanto a tal lo que se ofrece en inmediata «intuibilidad» al sujeto cognoscente ─representación que lleva implícita la del carácter subordinado e inferior de todo «pensar»─ se gestó probablemente en el terreno de la reflexión teológica sobre la ausencia de especies intencionales en la visión inmediata de la esencia divina y sobre la simplicidad e inmediatez del entender divino. Pero el recuerdo de esas elevadas regiones siguió funcionando en los siglos siguientes como elemento decisivo, aun cuando se disfrazase de comprobación o de argumento ad hominem, en la concepción de la esencia del conocimiento, y por lo mismo en el punto de partida de toda reflexión crítica; incluso de la que concluiría por sostener la inasequibilidad de lo absoluto y divino para el entendimiento finito y discursivo de que estamos dotados «nosotros los hombres».
Bajo el imperio de este intuicionismo «sacro» cobraba fuerza una representación de más bajo origen y de vigencia ya secular, legada también por la escolástica al pensamiento filosófico «moderno». El non sense de la relación dualista entre sujeto y objeto se construyó proyectando el concepto esencial del conocimiento sobre el engañoso esquema de la presencia de lo visible «ante los ojos». Se esperaba que el ente conocido, el «objeto», se ofreciese al «sujeto» cognoscente, precediendo y determinando su acto aprehensivo.
Que tal representación funciona como presupuesto implícito, que condiciona el planteamiento mismo de los problemas gnoseológicos, no podría advertirse tanto en afirmaciones expresas cuanto en los olvidos de quienes en ella se mueven, y muy significativamente, en las negaciones a que obligaba el intento de apartarla, con el esfuerzo típico de quien lucha con algo que sabe admitido como obvio. Así había que recordar que el entendimiento no conoce dirigiendo la mirada fuera de sí,[1] ni juzga de la verdad por inteligibles que existan fuera de él mismo.[2]
Pero no faltan tampoco formulaciones explícitas que afirman aquella relación espacial y cosificada entre el sujeto y el objeto, y por las que se alega –para negar la productividad inmanente de la operación cognoscitiva en la formación de una imagen intencional expresa– que el objeto precede al acto de conocer, «ut patet in visu».[3]
Sólo tal concepción subjetivista-objetivista de la esencia del conocimiento posibilitó que se extendieran doctrinas tales como la inteligibilidad directa de los singulares materiales que se ofrecen a la experiencia sensible, o las que postulan, por el contrario, la identidad o estricto paralelismo entre las «ideas» aprehendidas por «intuición intelectual» y las cosas en sí mismas.
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Máximo testimonio de la vigencia secular de tal representación lo podemos hallar en la insistente energía con que Kant se sintió obligado a gritar al mundo filosófico el personal descubrimiento de su «revolución copernicana»:
«Hasta ahora se ha creído que todo nuestro conocimiento debía regularse sobre los objetos […]. Ensayemos si no se tendría mejor éxito en los problemas metafísicos suponiendo que los objetos deben regularse según nuestros conocimientos».[4]
En la Crítica de la Razón pura se explicitan los pasos esenciales del camino que había seguido el pensamiento kantiano, a través de la obvia constatación de que la universalidad y necesidad estricta, que son carácter del conocimiento científico, no pueden convenir sino a juicios a priori, y de que todo análisis presupone una síntesis previa, hasta llegar a la conclusión de que la síntesis a priori constitutiva de la objetividad científica no puede ser sino función trascendental del sujeto.
El modo en que se reveló a Kant la trascendentalidad del sujeto cognoscente, muestra que el pensamiento kantiano se mueve, como en algo obvio, en la convicción de que el legítimo punto de partida de la crítica del conocimiento ha de ser hallado en el ámbito de los contenidos objetivos de conciencia, puestos en el yo pensante por la actividad del entendimiento, considerado como facultad de juzgar.
Se superaba, desde el mismo punto de partida, todo inmediatismo fisicista o psicología. Porque, a pesar de las resonancias algo sospechosas que se pueden percibir en las alusiones kantianas a la singularidad de lo intuido y a la inmediatez del conocimiento intuitivo, frente al carácter mediato y «por notas comunes» de la representación conceptual, no parece que Kant sintiese la tentación de considerar la singularidad y concreción de lo dado como carácter que defina la cognoscibilidad por antonomasia y en cuanto tal.
La revolución emprendida en la Crítica pudo presentarse así con más de una dimensión restauradora frente al relativismo empirista y escéptico. La reflexión trascendental, al acceder a pensar el conocimiento en su esencia, liberándose de los crasos fisicismos que veían el yo cognoscente como una cosa entre otras cosas, vencía definitivamente el idealismo empírico y el subjetivismo psicologista, que sólo por ignorancia o por incapacidad filosófica han podido reaparecer después de la revolución kantiana.
Ésta tuvo, sin embargo, como su consecuencia más intrínseca un resultado extraño, al decir del propio Kant.
La reforma del arte de pensar «tiene pleno éxito y promete a la Metafísica, en su primera parte, en la que no se ocupa sino de los conceptos a priori cuyos objetos correspondientes pueden ser dados a la experiencia, la marcha segura de una ciencia. Pues se puede muy bien explicar, después de aquel cambio en el modo de ver, la posibilidad de un conocimiento a priori, y lo que es más, dar prueba suficiente de las leyes que sirven de fundamento a priori a la naturaleza como conjunto de objetos de experiencia, dos cosas que eran imposibles en el método hasta aquí seguido. Pero esta deducción de la facultad de conocer a priori da para la primera parte de la Metafísica un resultado extraño que es al mismo tiempo muy desventajoso para el fin de la segunda parte de esta ciencia».[5]
La demostración de que no podemos sobrepasar por el conocimiento los límites de la experiencia posible afecta como desventajosa conclusión a la segunda parte de la Metafísica, la que, por contener su fin propio, el conocimiento de lo suprasensible, merecería ser llamada la Metafísica propiamente dicha. Pero aquello mismo que hace patente la imposibilidad de esta ciencia de lo suprasensible, afecta ya como «extraño resultado» a la primera parte de la Metafísica, la «Ontología» o «Filosofía trascendental», que queda delimitada como sistema de los conceptos y principios a priori constitutivos de la posibilidad del objeto de experiencia, es decir, del objeto fenoménico.
El descubrimiento de que no conocemos a priori de las cosas sino lo que ponemos en ellas, no fundaría, para Kant, el conocimiento objetivo, antes pondría de manifiesto su ruina, si con el conocimiento se pretendiese alcanzar a cosas en sí mismas, independientes de su presencia en nuestra conciencia como fenómenos. Pero puesto que los fenómenos no son nada fuera de nosotros, sino sólo meras representaciones, el descubrimiento del fundamento trascendental de la aprioridad hace patente que las condiciones de posibilidad de la experiencia son al mismo tiempo condiciones de posibilidad del objeto de experiencia.[6]
La aptitud fundante de la universalidad y necesidad de los juicios objetivos que reconocemos en la función trascendental de la síntesis a priori, supone la limitación del ámbito objetivo posible al hombre a un horizonte fenoménico. En el contexto de la investigación crítica de Kant la revelación de la trascendentalidad del sujeto se conexiona intrínsecamente con el relativismo fenomenista.
Pero no podría afirmarse la fenomenicidad de los contenidos objetivos que integran nuestro conocimiento de experiencia sin el correlativo pensamiento de una cosa en sí «fuera» del yo cognoscente, y «más allá» –según alteridad y exterioridad «trascendental» y no empírica– de todo posible contenido inmanente. Ahora bien en este punto radica precisamente la insuperable inestabilidad del resultado de la crítica kantiana de la razón especulativa.
Si se revela el sujeto como formador y regulador del objeto, carece de sentido la simultánea afirmación de la cosa en sí y de la limitación fenoménica del espíritu cognoscente. El «idealismo trascendental» si quiere entenderse como fenomenismo, no podría saber nada acerca de la existencia de una cosa en sí, dualísticamente distinguida frente al yo pensante. Por otra parte: porque el idealismo trascendental pretende un saber absoluto acerca de la constitución y límites del sujeto puro, desborda ya el resultado agnóstico de la crítica respecto a la asequibilidad de lo absoluto. «Las cosas naturales son limitadas, y son cosas naturales, precisamente porque no saben nada de su límite universal».[7]
La revelación de la trascendentalidad del sujeto debería haber sido pensada al parecer, como la del carácter absoluto del espíritu pensante en cuanto tal: el pensamiento profundo de la revolución copernicana contenía ya la metafísica del idealismo.
Esta calificación «idealista» del pensamiento de Kant se ve comprobada también por la actitud y las direcciones fundamentales de la polémica antikantiana de signo «realista» y «tradicional». Podría esquematizarse la situación diciendo que idealistas y realistas coinciden en considerar la revolución copernicana como el momento esencial en el surgir del idealismo, y también en ver la tesis de la existencia del noumenon como una supervivencia realista y dogmática inasimilable al dinamismo intrínseco de aquella revolución.
La investigación que iniciamos surge de una actitud de interrogación sobre estos puntos. Atrevámonos a preguntar:
¿Si se descubre que la universalidad y necesidad en el juicio objetivo no podría en modo alguno provenir del contingente recibir un dato al ser afectado sensiblemente, sino que sólo la espontaneidad del sujeto podría explicarla; y se concluye, de modo plenamente consecuente, que en la unidad pura del yo pensante ha de originarse la síntesis que reúne lo múltiple y lo constituye en objeto; si se admite plenamente –con admiración si se quiere, pero sin indecisión ni perplejidad– la trascendentalidad del sujeto cognoscente como tal, ¿Qué sentido tiene derivar de aquí la tesis inestable y contradictoria de un relativismo fenomenista?
Si el sujeto pensante juzga constituyendo y regulando el objeto, y la reflexión trascendental sobre el conocimiento revela que compete al sujeto esta formación y regulación del objeto, ¿Por qué no se deduce de aquí la legitimidad y la exigencia de la afirmación objetiva absoluta? ¿Cómo no descubrir que en la trascendentalidad del sujeto se funda la necesidad de que «de tantas maneras cuantas el ente se dice, de tantas se signifique que el ente es»?
¿No parece haberse interpuesto aquí, en el pensamiento kantiano, aquel mismo esquema dualista, audazmente rechazado por Kant en el plano de la «especialidad» del idealismo empírico? Al superar la consideración del sujeto como una cosa entre cosas y penetrar en el sujeto puro, ¿Por qué no se interpretó la mediación constitutiva de la intencionalidad objetiva en la conciencia desde el ser del espíritu pensante? ¿No debía deducirse de la revolución copernicana que en el «yo pienso», como «acto que determina mi existencia»[8] se arraiga la pertenencia del pensamiento al ente, que funda la objetividad ontológica del pensamiento, como ser que revela el ente en su esencia? ¿Por qué se dio el salto desde el inmediatismo de un psicologismo fenomenista a un mediatismo logicista, que vació de ser el sujeto pensante con todos sus contenidos objetivos, en un nuevo y más radical fenomenismo? ¿Por qué quedó lo en sí «fuera» del sujeto puro, y el sujeto puro «fuera» de lo en sí, en la más decisiva e «impensable» escisión entre el pensar y el ser?
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En pocas encrucijadas del pensamiento occidental aparece tan urgente una destrucción de la historia tradicionalmente recibida. La tarea es aquí doblemente difícil porque lo que se requiere es precisamente la destrucción de una tradición moderna acerca de la historia del pensamiento tradicional.
Es esta una empresa que no podría ser realizada mediante la noticia de nuevos hechos biográfico–históricos o el descubrimiento de datos que hubiesen permanecido inéditos para la historiografía positiva. Se trata por el contrario de emprender una reflexión filosófica que patentice el sentido esencial y el destino permanente de los problemas en cuestión. Tal reflexión exige un modo filosófico de diálogo con textos no inéditos, y que incluso podrían ser bien conocidos, para descubrir entre sus líneas la cifra de un acontecimiento decisivo en la historia del pensar.
En nuestra investigación, y por las razones que a lo largo de ella se pondrán de manifiesto, constituirá momento esencial el intento de diálogo con el pensamiento profundo que quiso expresarse en las Introducciones a la Teoría de la Ciencia de Fichte, y con el que se había explicitado siglos antes en algunos de los máximos representantes del escolasticismo tomista. El diálogo emprendido conmoverá la supuesta evidencia acerca del sentido de la revolución copernicana, v del originarse a partir de ella de la metafísica del idealismo. Como orientación provisional e indicio del camino a seguir podríamos formular nuestra hipótesis diciendo que: la revelación de la trascendentalidad del sujeto cognoscente, formador y regulador del objeto conocido, núcleo esencial de la revolución copernicana, hubiera venido a restaurar una tradición olvidada, desconocida desde siglos para las corrientes centrales del pensamiento europeo «moderno»; por el contrario, la gestación del «idealismo» habría de ser atribuida, por paradójico que tal resultado pueda parecer, al obstáculo interpuesto a la plenaria consumación restauradora de la reforma kantiana del arte de pensar, por aquellas representaciones «dualistas» sobre la esencia del conocimiento que han sido generalmente consideradas como supervivencia del realismo dogmático en el pensamiento de Kant.
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En todo tiempo se han formulado, frente al sistema de pensamiento de santo Tomás, objeciones que le acusan de fundarse en una «idolatría aristotélica del concepto». Esta idolatría – se advierte– llevó a la gnoseología tomista a la tesis ele la intelección directa del universal, aprehendido en una representación intencional expresa, a modo de término in quo u objeto inmanente; tesis central de un sistema ante el que la reacción de un suarista contemporáneo se expresó con la calificación intencionadamente peyorativa: «esto es igual o muy parecido a lo que dijo Kant».[9]
Pero la representación intuicionista, regida por el ideal de la «visión inmediata» y excluyente de toda intencionalidad expresa, llegó a incorporarse a la misma tradición «tomista», por influencia nada menos que del propio Cayetano.[10] Llegó así a generalizarse –con la grandiosa excepción de Juan de santo Tomás– la doctrina según la cual el verbum mentis no es formado por el entender sino «accidentalmente», por una indigencia en el sujeto correlativa a la distancia e improporción del objeto.[11]
La casi general vigencia de tal doctrina es claro signo del predominio de aquella representación que nutría los intuicionismos scotistas y nominales, que interfería en el sistema de pensamiento del aristotelismo tomista como factor extrínseco e inasimilable, aunque de poderosa fuerza desintegradora. La concepción que reduce el verbo mental a elemento subordinado, v que viene a considerar como ideal de la intelección la captación inmediata del objeto por el sujeto, tenía en sí fuerza para destruir radicalmente las bases metódicas y los principios capitales del tomismo.
En todo caso es obvio que permanece ignorado para la historia de la filosofía, como lo fue, al parecer, casi totalmente para el pensamiento europeo posterior al siglo xvi, el concepto que de la esencia del conocimiento tuvo santo Tomás de Aquino, y que no sólo inspiró exercite la íntegra ejecución de su edificio teológico v metafísico, sino que fue dicho expresamente por él, con claridad e insistencia bastante para que su voz nos aporte hoy un dato decisivo para la destrucción de la exégesis tradicional en la modernidad acerca del pensamiento tradicional.
Por vía introductoria nos referiremos aquí a algunas tesis nucleares de su comprensión de la esencia del conocer:
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«Lo entendido se ha como algo constituido y formado por la operación del entendimiento»[12]
«Lo que primera y esencialmente es entendido, es lo que el entendimiento forma en sí mismo acerca de la cosa entendida».[13]
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«El acto por el que el objeto es formado es el conocimiento».
Una representación aparentemente obvia, conexa con el esquema dualista que considera el objeto como «lo presente ante los ojos» o con un inmediatismo «entitativo», que tiene como ideal del conocer la mismidad de una supuesta conciencia carente de mediación pensante, tiende fácilmente a imaginar el «entender» como algo anterior al decir interno de la mente, y como lo que puede dar, al decir mismo, sentido y verdad. Primeramente se entendería «lo que existe», aprehendiéndolo en su realidad inmediata, en su singularidad y concreción existencial, y sólo esta notitia intuitiva e inmediata posibilitaría y legitimaría la ulterior abstracción generalizadora.
Tal modo de pensar la aprehensión de lo inteligible desconoce la esencia del entender y es incapaz de ser aplicada con sentido a todo aquello que se conexiona esencialmente con la función propia del entender en cuanto mal. Números y figuras, funciones y correlaciones, sistematizaciones tipológicas en el ente natural, grados de perfección del ente, nociones ontológicas que proyectan el panorama de un orden universal, de ningún modo podrían ser inmediata y primeramente «vistas» para ser después «expresadas».
Pero, supuesto que lo entendido es una palabra interna dicha acerca de la realidad, si el decir mental formase aquella palabra con anterioridad a la intelección como acto aprehensivo, «tal dicción o locución se haría de modo ciego, diciendo lo que no conoce». De aquí que debe afirmarse que es el mismo acto intelectual el que forma el objeto inmanente en el que consuma su referencia a lo conocido según intencionalidad expresa. «El conocer mismo es formador del verbo mental».
«El acto que forma el objeto es el conocimiento, pues conociendo forma el objeto y “formándolo” lo entiende; porque simultáneamente lo forma y es formado y lo entiende, como si la vista viendo formase lo que ve, simultáneamente vería y formaría el objeto visto».[14]
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«El entendimiento es, según su perfección y naturaleza, no sólo cognoscitivo, sino también manifestativo y locutivo».
«Todo inteligente en acto, por lo mismo que entiende en acto, forma dentro de sí la concepción de la cosa entendida, que proviene de la virtud intelectiva y procede de su conocimiento».[15]
El concebir pertenece a la razón esencial del entender. El «verbo mental», lejos de ser algo de suyo sucedáneo o subordinado, y que se exigiese sólo por la finitud del sujeto y como medio para superar la ausencia y la inasequibilidad inmediata del objeto, surge del entendimiento en cuanto que éste existe en acto como tal. No emana, pues, sólo ex indigentia, sino también, esencial y primeramente, ex plenitudine.
El logos es el lugar natural de la verdad en cuanto manifestación y declaración del ser. Y puesto que el «decir» es un «referirse a», resulta obvio que la tesis según la cual «lo entendido es lo dicho por el entendimiento» expresa todo lo contrario que un detener la intención objetiva en los contenidos «evidentes» del pensamiento, por el que hipostasiasen los logoi y se los considerase como «ideas», a modo de cosas en el alma pensante.
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El entendimiento en acto no se constituye por la dualidad de sujeto y objeto, ni por la unión de uno y otro, sino por su estricta unidad.
La aclaración de la naturaleza de la actualidad y «plenitud» por la que el entender es constitutivamente generador del logos del ente, es hoy la más ardua tarea, por exigirnos el acceso a un orden de conceptos ontológicos cuyo sentido se perdió en el olvido del «ser» acaecido al escindirse la síntesis metafísica del aristotelismo tomista. Sólo en la concepción auténtica y originaria del arden del esse intelligibile cobra sentido esta nuclear doctrina: la actualidad del entendimiento no puede ser constituida por la entidad de un ente que exista fuera del entendimiento mismo, ni por una acción ejercida sobre él, ni por una presencia ante él. Por el contrario, lo cognoscente y lo conocido sólo difieren entre sí en cuanto uno y otro existen en potencia en el orden de lo cognoscible como tal.[16]
La dualidad de lo entitativo y lo cognoscitivo radica en la finitud del ente, y no en su entidad, y sólo aquella dualidad posibilita el enfrentarse entitativo, como de dos entes en acto, de un sujeto cognoscente y una realidad distinta de él y a cuyo conocimiento está destinado. Pero en este enfrentarse del «sujeto» y del «objeto», el cognoscente no existe sino en potencia en el género de lo cognoscente como tal. De aquí que lo entendido y el inteligente no son sino un solo principio de la operación de entender, y sólo en cuanto de ellos se ha formado va algo uno, «que es el entendimiento en acto»[17] posee el sujeto la actualidad y plenitud por la que juzga acerca de la cosa entendida.
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El entendimiento no juzga por inteligibles que existan fuera de él mismo
A la luz de la doctrina expuesta se comprende que cuando santo Tomás afirma que sobre los sentidos está la virtud intelectiva «que no juzga de la verdad por inteligibles que existan fuera de él mismo sino por su propia luz que los forma en sí», y su comentador Juan de santo Tomás subraya que «el entendimiento no conoce mirando fuera de sí, sino trayendo a sí las cosas, y considerándolas dentro de sí» su pensamiento se mueve en dirección opuesta a la de un subjetivismo psicologista.
Por el contrario, comprende el «interior» de la conciencia pensante según aquella caracterización ontológica de «infinitud» en ser intencional inteligible, por la que «el cognoscente es lo conocido», y según la cual el alma tiene capacidad para ser todas las cosas y virtualidad activa para formar en sí misma, en ser inteligible, todas las cosas.
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Sólo en la mediación pensante se consuma la referencia objetiva de un sujeto finito.
Un sujeto cognoscente, es decir, un cognoscente finito–la subjetividad en el orden del conocimiento se constituye por la finitud y potencialidad en el orden entitativo–no se trasciende a la infinitud de la conciencia pensante como tal más que en la posesión, en intencionalidad expresa, de lo entendido a modo de objeto inmanente; más aún: sólo en este trascenderse se consuma la actual posesión de sí mismo por un sujeto espiritual finito. Es ficción imaginativa la suposición de una conciencia espiritual en mera inmediatez subjetiva, y que no fuese actualidad originadora de una mediación pensante.
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La manifestación y declaración del ente en su esencia se arraiga en la presencia del acto a sí mismo en que consiste la actualidad del espíritu pensante como tal.
Inversamente, o diríamos mejor, «circularmente»: la fase manifestativa y locutiva de la intelección se arraiga de suyo en la mismidad sistente que define la estructura de la sustancia inmaterial. La actualidad inteligible, el «ser» de lo inteligible, no se constituye por la impresión de una «forma», ni siquiera por la coherencia y unidad de una «forma que subsistiese inmaterialmente y en ser inteligible», sino por la presencia del acto a sí mismo.
Es la actualidad manifestativa «infinita» que el «ser» conserva al ser participado en una forma sin materia.
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El ser es la actualidad de toda forma o naturaleza; y el conocer en cuanto tal no es un «ente«, sino «ser».
La comprensión del esse como «acto», de suyo infinito y perfectivo, nunca participante y «recipiente», sino siempre participado y recibido[18] fundamenta la definición del entender –el entender es, en su razón propia, infinito– como «ser» y no como «ente».[19] Se da así la última razón ontológica de la trascendentalidad del hombre cognoscente, por la posesión connatural de la luz que es el acto de los inteligibles, en la que el hombre posee originariamente toda ciencia.
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La trascendentalidad del ser como «acto» funda la objetivación del ente en cuanto ente.
El acto, en su estructura de presencia a sí mismo, y de indistinción e indistancia respecto de sí mismo, es iluminador y esplendente en la mediación pensante en el seno de la intimidad del espíritu. Por lo mismo, es anterior y originario respecto de la posibilidad de determinación de la «potencia» cognoscitiva por esencias objetivas.
Y no solamente el horizonte ontológico es fundante respecto de la posibilidad de aparición de entes en él, sino que la misma «horizontalidad» del ente como objeto ha de constituirse desde la unidad actualizante del alma cognoscente secundum quod habet esse.
De aquí que la objetividad del ente no puede consistir en un mero «estar frente» al sujeto; sólo la esencia finita, como finita, es objetada desde la subjetivación propia de un cognoscente finito. La entidad del ente se revela como una participación del acto, que en cuanto tal no se objeta, sino que es, o por mejor decir, es aquello por lo que todo ente es, y en lo que se fundamenta la posibilidad de toda esencia apta para ser objetivamente aprehendida.
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Las facultades sensibles pertenecen al alma intelectiva humana.
Tampoco la sensibilidad puede ser comprendida adecuadamente según una relación cosificada y espacial que enfrentaría el sujeto considerado como «cosa» a las «cosas» que le afectan. Las facultades sensibles son las capacidades de incorporación del «mundo» sensible a la conciencia intelectiva humana.[20] De aquí que la conciencia sensible, internamente posibilitada en el hombre desde la estructura de autoconciencia habitual que se identifica con la sustancia misma del alma,[21] sea la raíz originaria de los sentidos externos, es decir, de las capacidades de recibir vitalmente la afección de las cosas naturales.
Pero la sensibilidad externa no aportaría tales formas de las cosas materiales extra animam a la conciencia luminosa, dotada de virtualidad activa para formar en sí misma las semejanzas inteligibles de las cosas, si el conocimiento sensible consistiese en un mero calco inmediato, no expresivo de una imagen inmanente. Sólo por la proyección de la facultad imaginativa alcanza a introducirse en la conciencia la riqueza ontológica de las cosas cuya acción afecta los órganos del cuerpo, que es él mismo el «órgano» de la mente humana, meramente potencial en el género de las sustancias inmateriales.
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«Nuestra alma es acto del cuerpo natural orgánico, pero potencia pura en el orden intelectual».
En el cuadro de la metafísica del acto y la potencia, y de la caracterización ontológica del entender como «ser» no limitado en su autopresencia luminosa por la opacidad de la materia, el sistema de tesis aquí esbozado no exige menos que la aceptación de esta audaz doctrina que formuló enérgicamente Cayetano.
La actualización de las «capacidades» del alma humana no se le sobreañade como sobreviniendo a su «ser» ya plenamente consumado. Por el contrario, «cuando el hombre pasa de la potencia al acto de conocer no hace sino pasar a la perfección de su ser»;[22] y la actualización de su potencia intelectiva no es otra cosa que el venir a ser, el sujeto inteligente, algo «uno» con la cosa que entiende.
La correlación ontológica entre el hombre y el mundo se establece así en tal manera que la sustancialidad del espíritu queda también inconfundiblemente distinguida de aquella cosificación cartesiana del alma pensante, de la que surgieron los pseudoproblemas de la «comunicación de las sustancias» y las interrogaciones del idealismo empírico sobre la existencia del mundo.
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El ente divino trasciende toda posibilidad de objetivación representativa por un sujeto cognoscente finito.
El hombre, como ente, materialmente individuado, de una especie «natural», se encuentra con las cosas sensibles frente a sí en exterioridad corpórea. Nada parece más obvio que la aplicación de este esquema, que pone el objeto frente al sujeto en un mismo nivel de horizontalidad, al conocimiento en cuanto tal. No obstante, para no deformar la comprensión del conocimiento humano «en el género de lo cognoscible y cognoscitivo», es decir, sin olvidar que el conocer sensible y la intelección no son sino quoddam esse, hay que esforzarse en advertir la compleja referencia por la que los objetos inteligibles «sobrevienen» al alma cognoscente humana en cuanto a su dimensión subjetiva, mientras que, considerada en su actualidad inteligible que le da virtualidad activa para «hacer todas las cosas», se mantiene por encima de su horizonte proporcionado y en tensión hacia el analogado supremo que afirma como pura actualidad constitutivamente inasequible para cualquier objetivación representativa.
Se deduce de aquí que la actitud negativa frente al argumento ontológico de la existencia de Dios es exigencia intrínseca y decisivamente fundamental para el sistema de pensamiento aquí sugerido. Puede advertirse, por el contrario, que se mantienen entre sí implicadas, pero con dirección radicalmente diversa, la trascendencia del sujeto que posibilita y exige la afirmación objetiva absoluta del ente extra animam y la trascendencia que, más allá del ámbito de representación objetiva posible al hombre y aun a toda inteligencia finita, afirma el Ser divino, como algo cuyo «más allá» no es inmensidad exterior intramundana. Superior summo meo, interior intimo meo, decía san Agustín. (La misma interpretación teológica de la visión de la divina esencia erraría si interpretase el «encararse» personal –facie ad faciem– con el mero esquema de la presencia de lo «ante los ojos»).
«La antigua metafísica tenía un concepto del pensamiento más elevado del que se ha vuelto corriente en nuestros días. Ella partía, en efecto, de la premisa siguiente: que lo que conocemos por el pensamiento sobre las cosas y concerniente a las cosas constituye lo .que ellas tienen de verdaderamente verdadero, de manera que no tomaba las cosas en su inmediación, sino en la forma del pensamiento, como pensadas».[23]
Si queremos tomar en su verdad estas palabras de Hegel, no podremos entender por «antigua metafísica» sino aquella que había considerado «lo que el entendimiento forma en sí mismo acerca de la cosa» como lugar natural de la manifestación de su esencia. Correlativamente deberíamos admitir que el momento filosófico aludido como contemporáneo –«en nuestros días»– había comenzado ya en la vía moderna del pensamiento escolástico.
Sobre la base de su repulsa hacia la mediación pensante, expresada en su hostilidad a la doctrina de la aprehensión directa de lo universal, y conexa con la aceptación del mítico ideal de la «palpabilidad» inmediata de lo verdadero, el intuicionismo nominalista pudo constituir el común origen del empirismo y del racionalismo vigentes en los siglos modernos de la filosofía occidental.
Por esto mismo, la comprensión originaria de aquellas concepciones cuya vinculación sistemática hemos esbozado se exige para un diálogo con el pensamiento profundo subyacente a la «revolución copernicana» y a la génesis de la metafísica del idealismo. Porque en la brega con las cosas mismas en que se movía el esfuerzo kantiano, aquellos conceptos sobre la esencia «ontológica» del conocimiento –el conocer en ser que manifiesta el ente en su esencia– brillaban por su ausencia, y orientaban así, por su condición de ámbitos vacíos, el hallazgo de los problemas y la búsqueda de las respuestas. Esto explica, probablemente, que en la situación filosófica creada por la obra de Kant se sintiese la necesidad de emprender aquellas reflexiones sistemáticas sobre las fases o épocas de la evolución del espíritu, características de los grandes representantes del Idealismo.
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Polemizando con el «dogmatismo» de los adversarios de Kant acusaba Fichte la incapacidad en que se encontraban para explicar el tránsito al representar a partir de su principio dogmático que afirmaba el «ser» (la naturaleza como «ser–puesto», un «estar») como lo primitivo y originario: ocultan el salto, o bien con el materialismo (el alma no es sino un producto de acción recíproca de cosas entre sí) o bien admitiendo el alma como una de las cosas en sí. «La representación viene a ser para ellos una especie de cosa: ilusión singular de la que encontramos huellas en los más célebres escritores filosóficos».[24]
En el cuadro de conceptos de una metafísica del ser (esse, actus entis) se había enfrentado ya Cayetano al «naturalismo» gnoseológico de los adversarios escolásticos del tomismo.[25] Pero si la metafísica tomista distinguía un «orden entitativo», en el que cada cosa finita no tiene sino su forma o naturaleza, y un «orden cognoscitivo» en el que el ente cognoscente trasciende su limitación entitativa o natural para ser todas las cosas, no concebía tal dualidad cual una escisión irreductible entre «ser» y «pensar». Aquel pensamiento, que no era «realista» o «dogmático» –si entendemos estos términos en la significación en que lo emplea Fichte–, no necesitaba tampoco ni podía ser «idealista». Al concebir analógicamente el ente como «aquello cuyo acto es el ser» podía interpretar el conocer en cuanto tal no como una cosa o ente, sino como «ser» manifestativo de la esencia del ente.
Nuestra reflexión sobre los presupuestos implícitos de la modernidad filosófica deberá investigar la correlación entre la pérdida de este concepto del pensar como ser que se manifiesta y los procesos paralelos de objetivación «naturalista» del ente y de subjetivación relativizante del cognoscente en cuanto tal. El oscurecimiento de la naturaleza manifestativa y locutiva del entender habría tendido a reducir el ente –unívocamente objetivado por una abstracción generalizadora, subsiguiente a la «intuición intelectual»de lo singular– al nivel de una «naturaleza» cosificada y material. Por lo mismo, se carecía de conceptos adecuados para interpretar el conocimiento de otra forma que como un juego de relaciones causales entre «cosas».
La total absorción, operada por el dogmatismo spinoziano, del espíritu pensante en la sustancialidad de la naturaleza, y el fenomenismo empirista, desustancializador de las cosas y del alma pensante, señalarían las posibilidades extremas de tal situación filosófica.
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Frente al infundado presupuesto de la existencia de una intuición intelectual en el conocimiento humano, postulada por el dogmatismo racionalista, y a la inconsistencia del subjetivismo empirista, abocado a la desintegración escéptica de la ciencia, la reflexión fundamentadora de la universalidad y necesidad en el conocimiento, emprendida por el criticismo trascendental, constituía un nuevo descubrimiento y acceso al yo cognoscente como tal; quisiéramos decir, un nuevo acceso al alma cognoscente, pero debemos evidentemente detenernos. El problematismo y la tensión que rodean el misterioso campo de la apercepción pura dejan en todo caso como algo indudable el que no podría hablarse, en buena doctrina kantiana, de la inserción y pertenencia del «yo puro» al «ser».
En ninguna de las dimensiones del conocimiento podía hallar el pensamiento kantiano la identidad inmediata entre el «ser» y el «pensar», constitutiva de la plenitud y actualidad del pensar mismo. Toda intuición posible a nosotros los hombres tenía así el carácter de la sensibilidad, el modo de representación causada al ser afectado el sujeto cognoscente. La posibilidad de la ciencia exigía que se reconociese el carácter subjetivo–trascendental de las formas puras de nuestro contenido sensible. Pero la «idealidad trascendental» del espacio y del tiempo venía también a ser la «comprobación» de lo constatado por la revolución copernicana: después de descubrir que los objetos deben regularse según nuestros conocimientos, no podía el criticismo trascendental atreverse a compartir la convicción de la «antigua metafísica», según la cual lo que conocemos por el pensamiento sobre las cosas y concerniente a las cosas constituye lo que ellas tienen de verdaderamente verdadero. La limitación fenomenista era el precio del redescubrimiento de la trascendentalidad del sujeto pensante.
Oponiéndose a la noción de una «cosa en sí» más allá del ámbito de experiencia posible, y a la negación kantiana de la intuición intelectual, observaba Fichte que
«…en la terminología de Kant toda intuición se dirige hacia un ser (un “ser-puesto” un “estar”). Una intuición intelectual sería, según esto, la conciencia inmediata del ser no sensible […]. Para la Teoría de la ciencia todo ser es necesariamente sensible […]; la intuición intelectual de que habla la Teoría de la ciencia no va a un ser, sino a un actuar, y en Kant ni se la nombra siquiera (salvo, si se quiere, con la expresión de apercepción pura)».[26]
En el lenguaje y en el pensamiento de las Introducciones a la «Teoría de la Ciencia», el «ser» coincide sin residuo con la cosa natural puesta frente al «espíritu»; es obvio que desde ella no podría explicarse el espíritu en su «actualidad», en su mismidad y libertad. Por esto mismo sus palabras sugieren el aspecto decisivo del problema.
La escisión por la que, en el pensamiento de Kant, el sujeto puro quedaba fuera de lo «en sí», y lo «en sí» fuera del sujeto puro, radicaría últimamente en el presupuesto inexpresado de un intuicionismo subjetivista-objetivista. ¿No habría sido tal comprensión de la esencia del conocimiento la que cerraba la posibilidad de fundamentar la aptitud y la destinación del hombre a la afirmación objetiva absoluta del ente?
Notas:
[1]. «Intellectus irse non inteliigit nisi trahendo res ad se et intra se considerando, non extra se inspiciendo», J. de santo Tomás, Cursus theologicus, disp. 32, a. 5, 11.
[2]. «Supra sensum est virtus intellectiva, que judicat de veritate, non per aliqua intclligibilia extra existentia, sed per lumen intellectus agentis quod facit intelligibilia», Santo Tomás de Aquino, De spir. creat., a. 10, ad 8.
[3]. «Intentionales qualitates de se productisx non sunt, ut patet in visu. […] Obiectum precedlt actum cognoscendi, non ergo produci per illum valet», F. Suárez, De anima III, c. 5, 5-6.
[4]. I. Kant, Crítica de la razón pura [en adelante KrV], Prefacio, B XVI, 33-34, 37-40.
[5]. Ibíd., B XVIII, 10 – XIX, 20.
[6]. Cf. especialmente Id., KrV., A 48, B 65; A 128 (19) – 130 (l0).
[7]. G. W. F. Hegel, Enciclopedia de las ciencias filosóficas. Lógica, n. 60.
[8]. I. Kant, KrV., B 158 (nota).
[9]. «Si la inmaterialidad del entendimiento produce automáticamente la universalización el individuo […] será una ocasión, pero el universal será producto del entendimiento desprovisto de intuición intelectual. Esto es igual o muy parecido a lo que dijo Kant», J. M. Alejandro, «Gnoseología de lo universal en Suárez»: Pensamiento 4 (1948) 428.
[10]. Cf. Cayetano, In STh. I, q. 27, ad 3.
[11]. Una fórmula clásica de esta posición en Gredt, Elementa philosophiae aristotelico-thomisticae, Herder (Barcelona 1961), n. 472, 2 y 475, 3.
[12]. «Intellectum sive res intellecta, se habet ut aliquid constitutum vel formatum per operationem intellectus», Santo Tomás de Aquino, De spir. creat., a. 9, ad 5.
[13]. «Hoc ergo est primo et per se intellectum, quod intellectus in seipso concipit de re intellecta, sive illud sit definitio, sive enuntiatio», Id., De potentia, q. 9, a. 5, in c.
[14]. «Ille actus quo formatur obiectum est cognitio: cognoscendo enim format obiectum, et formando intelligit, quia simul format et formatum est, et intelligit, sicut si visus videndo formaret parietem, simul videret, et formaret obiectum visum», J. de santo Tomás, Cursus theologicus, disp. 32, a. 5, n. 5.
[15]. «Quicumque intelligit, ex hoc ipso quod intelligit, procedit aliquid intra ipsum, quod est conceptio rei intellecta, ex vi intellectiva proveniens et ex eius notitia procedens», Santo Tomás de Aquino, STh. I, q. 27, a. 1, in c; «Ex hoc quod [intellectus] est effectus in actu operari iam potest formando quidditates rerum et componendo et dividendo», Id., De veritate, q. 3, a. 2, in c.
[16]. «Intelligibile in acto est intellectus in acto […]. Secundum vero quod intelligibile ab intellectu distinguitur, est utrumque in potentia», Id., CG. I, c. 51; «Secundum hoc tantum sensus vel intellectus aliud est a sensibile vel intelligibili, quia utrumque est in potentia», Id., STh. I, q. 14, a. 2, in c.
[17]. «Intelligens et intellecturn, prout ex eis est effectum unum quid, quod est intellectus in actu, sunt unum principium huius actus qui est intelligere», Id., De veritate, q. 8, a. 6, in c.
[18]. Cf. Id., STh. I, q. 4, a. 1, ad 3; Id., CG. I, c. 28. Véase también Domingo Bánez, In STh. I, q. 3, a. 4. Cf. F. Canals Vidal, «El lumen intellectus agentis en la ontología del conocimiento de Santo Tomás»: Convivium 1 (1956) 101-136.
[19]. Cf. Cayetano, De anima III, c. 5: «Sentire et intelligere nihil aliud est quam quoddam esse».
[20]. Cf. Santo Tomás de Aquino, STh. I, q. 76, a. 1; a. 5.
[21]. Cf. Id., De veritate, q. 10, a. 8, ad 14.
[22]. «Intellectus procedens de potencia in actum non nisi ad perfectionem sui esse procedit […] intelligere nihil aliud est quam eius esse, et species forma, secundum quam est illud esse», Cayetano, De anima III, c. 5.
[23]. G. W. F. Hegel, Ciencia de la Lógica, Introducción.
[24]. J. G. Fichte, Primera introducción a la teoría de la ciencia, § 6.
[25]. «De sensu in actu secundo inquirunt et iudicant per modum naturae, quum plus distent quam coelum et terram, […] nescientes speciem sensibilem in duobus generibus considerare, entium, scilicet, et cognoscibilium. […] Adversarius errat in radice, dum non distinguit inter naturam et animam. Ut enim, quum ex proposito tractabitur patebit, longe altior est conditio cognoscentis animae quam illud in quod natura ducit», Cayetano, De anima II, c. 5.
[26]. J. G. Fichte, Segunda introducción a la teoría de la ciencia, § 6.