Esta semana tiene lugar en Barcelona el debate sobre el desarrollo del Estatuto en el Parlamento catalán. Hace muy pocos días, Garaicoechea y Bandrés han retado a Benegas a que declare si el programa común elaborado por aquellos dos partidos nacionalistas excede de los planteamientos del Estatuto Vasco.
Nos acercamos cada día más a situaciones límites. Pero nadie debería mostrar sorpresa cuando desde los medios nacionalistas en Vasconia o en Cataluña se proponen planteamientos que hacen temer la «evolución» de las autonomías hacia el secesionismo y la desintegración de la unidad de España. Nadie debería sorprenderse porque desde hace bastantes años todo aquello que para otros es «nacional», significando por tal algo español, es para aquellos nacionalistas «estatal».
A veces se le ocurre a uno la pregunta de si en los años en que se preparó la transición rupturista bajo apariencias de reforma, y en que se elaboró por el contradictorio consenso la Constitución de 1978, y los Estatutos de las que se llamaron «nacionalidades históricas», sabían muchos de qué se trataba, o lo ignoraban, o fingían ignorarlo para desconcertar a otros que no sabían de qué se trataba. Adolfo Suárez afirmó entonces que el Estado de las autonomías obraría sobre la unidad de España «reforzándola»: muchos lo creyeron o fingieron creerlo.
Sobre el proceso engañoso, entonces iniciado, se ha continuado avanzando. Por entusiasmo sin duda por la «Monarquía parlamentaria», sectores sociales que parece que aman la unidad de España se ilusionaron con el nacionalismo catalán como una esperanza para el mito, nunca realizado, y cada vez más lejano, de un centro-derecha español. ¿Recuerdan ustedes que Jordi Pujol fue proclamado «español del año»? Yo recordaba la insistencia y la vehemencia con que me preguntaba Josep Pla, junto al hogar en su casa de Llofriu: «¿Sabe usted que Pujol es separatista ?» Yo le contestaba siempre: Ciertamente, lo sé.
¿No habían nunca leído los hombres de la transición el libro fundamental del nacionalismo catalán, «La Nacionalitat Catalana»? A no ser que ocultasen lo que sabían para desorientara la opinión pública y a los altos mandos del Ejército, a quienes habían prometido la salvaguardia de la unidad de España.
En Prat de la Riba hubiesen encontrado afirmado que Cataluña es para los catalanes su única patria. Que España no es sino un Estado. Que nacionalidad y nación son sinónimos, salvo cuando se emplea el abstracto nacionalidad para significar la cualidad de un ciudadano como miembro de una nación; tomado como significando lo concreto, el término nacionalidad designa la nación, y así se le toma cuando se habla del «principio de las nacionalidades». También lo habrían encontrado afirmado allí, concretado en el derecho de toda nación o nacionalidad a darse a sí misma su propio estado «nacional».
Hubiesen encontrado allí la filosofía del nacionalismo, inspirada en confusas y desorientadoras doctrinas del idealismo romántico alemán. Hubieran leído que lo esencial es que Cataluña sea catalana, lo que podrá ser siendo católica o librepensadora, liberal o socialista. Encontrarían por tanto el origen de la corruptora mentalidad que va deformando cada día todos los ideales y convicciones en Cataluña. También habrían leído la importancia central de la lengua para el espíritu nacional –contradiciendo el hecho de que países como Irlanda, por ejemplo, habiendo hablado durante siglos la lengua de una nación extranjera dominante, han conservado su propio modo de ser– y hubiesen encontrado allí afirmado que cambiando la lengua «se cambia el alma», y se hace entrar a un hombre en la comunidad que le absorbe; con lo que hallarían explicado el motivo profundo de la que aquí llaman ahora «normalización lingüística», con la que esperan hacer perder su atavismo originario a todos los inmigrados.
Cataluña necesita ahora esto desde el punto de vista nacionalista, supuesta la espantosa esterilidad demográfica que constituye un escandaloso pecado colectivo y algo así como un suicidio. Si no nacen catalanes habrá que convertir en catalanes a quienes se acerquen a vivir por aquí.
Si se hubiese querido conocer en sus fuentes y en su historia el nacionalismo catalán, se entendería la razón de ser de la voluntad de presencia en la política española de que hacen gala con frecuencia sus dirigentes, y que se empeñan algunos en interpretar como una garantía de la unidad de España. La mítica Cataluña de los nacionalistas quiere ser hegemónica en España, porque se cree especialmente, y aun exclusivamente, capacitada para modernizarla cultural y políticamente. El Estado español modernizado, europeizado, por la influencia del catalanismo político, reconocería por fin el derecho de Cataluña a su reconstrucción nacional y a su soberanía. Que ésta se realizase después por vía «confederal» en el contexto de los pueblos del Estado español es otro tema, aunque sea conexo; en todo caso no es una garantía tranquilizadora para la unidad de España. La mítica Cataluña soñada por los nacionalistas tiene necesidad de ejercer en España su propio «imperialismo», como afirmaba Prat de la Riba.
Confederada o no con España, la reconstrucción nacional de Cataluña se conexiona intrínsecamente con el propósito de dar presencia internacional al «problema nacional» de Cataluña. Instrumento de esta internacionalización del problema catalán, que ya se intentó en Ginebra ante la Sociedad de Naciones, son las múltiples actividades de presencia cultural, viajes, hermanamientos de municipios o de universidades, presencia en ferias y exposiciones, etcétera, de que cada día tenemos noticia. Acertaba Emilio Romero al decir que algunas autonomías tienden a tener ya una propia política internacional. El insistente tópico del «europeísmo» de Cataluña apoya cotidianamente este propósito de que Cataluña sea vista en Europa y en el mundo como una nación dotada de su propia lengua, cultura, espíritu emprendedor económico y con derecho a configurar su propia soberanía política.
En el referéndum para la aprobación del Estatuto catalán, la consigna electoral fue qué el Estatuto era «una herramienta para construir Cataluña». Algo transitorio y útil, no un fin en sí mismo, ni un término de llegada.
¿Podría dudar alguien de que para los nacionalistas vascos la «vía estatutaria» no es sino esto, un camino hacia una meta a la que no se renuncia? Esta meta está guardada como en reserva en las disposiciones adicionales, que afirman que por la vía estatutaria no renuncia el pueblo vasco, la nación vasca, a «los derechos que le podrían haber correspondido por la historia». Con esta irreal alusión a la historia se quería significar la autodeterminación «nacional», y con ella el derecho a la independencia.
Quien piense que las afirmaciones del artículo de la Constitución que, antes de mencionar las «nacionalidades», habla de la nación española y de la «patria» indivisa, contienen una garantía para el futuro unitario de España, se engaña a sí mismo voluntariamente.
El «consenso» fue el método para la simultánea afirmación de tesis insalvablemente contradictorias. Quien desee que España se mantenga como unidad histórica, y no sólo administrativa o «estatal», en el futuro, habrá de invocar ideales y valores superiores y anteriores a esta desintegradora Constitución, promulgada al día siguiente del Día de los Inocentes de 1978.
El Alcázar, 13 de febrero de 1987
Francisco Canals Vidal