Conferencia de Francisco Canals Vidal, el 26 de enero de 2001,
en el acto en honor de Santo Tomás de Aquino
del Instituto Filosófico de Balmesiana y la sección barcelonesa de la SITA.
Por haber sido Santo Tomás de Aquino el doctor que estableció, de alguna manera por primera vez, y ciertamente con la máxima precisión, la distinción entre la Doctrina Sagrada o Teología y la Filosofía, el tema de la síntesis filosófica de Santo Tomás de Aquino tiene una significación capital no sólo históricamente, sino también por su mismo contenido doctrinal.
En los intentos de caracterización de aquella síntesis filosófica tuvo un especial significado la aprobación, durante el Pontificado de Pío X, de Veinticuatro tesis cuyos autores habían consultado a la Santa Sede sobre si expresaban principia et pronunciata maiora de la filosofía de Santo Tomás. En 27 de julio de 1914 respondía afirmativamente la entonces llamada Sagrada Congregación de Estudios: «eas plane continere sancti Doctoris principia et pronunciata maiora» (A.A.S. nº 6, 1914, pp. 383-386).
A una nueva consulta «sobre si todas aquellas veinticuatro tesis filosóficas contenían realmente doctrina auténtica de Santo Tomás y, en caso afirmativo, si debían imponerse para ser sostenidas en las escuelas católicas«, respondió la Sagrada Congregación de Seminarios y Universidades de Estudios, en 7 de marzo de 1916, que «todas aquellas veinticuatro tesis expresan auténtica doctrina de Santo Tomás, y sean propuestas como normas seguras directivas» (A.A.S. nº 8, 1916, pp.156-157).
Por ulteriores actos pontificios, como la carta de Benedicto XV de 19 de marzo de 1917, Quod de fovenda, al padre general de la Compañía Wladimiro Ledochowski, aprobando la de éste, De doctrina Sancti Thomae magis magisque in Societate fovenda (Acta Romana Societatis Iesu nº 9, 1917, p.318 ss.), o la orientación favorable a la libertad de investigación en las escuelas católicas contenida en la encíclica de Pío XI Studiorum ducem de 29 de junio de 1923 (A.A.S. nº 15, 1923, pp. 323 ss.) resulta indudable que las veinticuatro tesis han sido consideradas en la Iglesia como materia opinable. En realidad, en la respuesta de 1914, consta históricamente que no se había dado intervención alguna de la Congregación del Santo Oficio, por lo que es claro que se trataba de una intervención interpretativa de normas disciplinares, y no de un acto de magisterio doctrinal.
La insistencia en la libertad respecto de la doctrina filosófica contenida en aquellas veinticuatro tesis pudo, tal vez, desdibujar en algún momento la intención y sentido de su aprobación, o, como observaba, en 24 de mayo de 1936, el Cardenal Arzobispo de Quebec Villeneuve, en la clausura de unas jornadas tomistas de Otawa, llevar a algunos a suponer que la Iglesia jerárquica impone el escepticismo o el eclecticismo a los filósofos cristianos (véase el artículo Thomisme, firmado por R. Garrigou-Lagrange, en D.Th.C., A.Vacant… t.XV, Iª, col. 1010, París 1946). Hay que evitar tan grave malentendido, y personalmente quiero afirmar mi convicción de la autenticidad de las tesis como doctrina de Santo Tomás, y también de su verdad filosófica.
Conviene reconocer, no obstante, el carácter incompleto, en un punto capital, de las tesis diecinueve y veinte. Se afirma en ellas que «recibimos el conocimiento de las cosas sensibles» y que «ascendemos, por analogía, al conocimiento de las cosas espirituales«. Se omite la mención de un «doble conocimiento» acerca del alma humana: el conocimiento universal de la naturaleza del alma, y aquel que «cada uno tiene de sí mismo en cuanto que su alma tiene ser en tal individuo«.
Al conocimiento universal se accede después del conocimiento objetivo de las naturalezas de las cosas sensibles, pero no como si las naturalezas sensibles pudiesen ser tomadas como semejanza del alma espiritual, sino por cuanto «considerando la naturaleza de la especie inteligible abstraída de las imágenes, encontramos la naturaleza del alma que recibe tales especies inteligibles» (Ver. Qu. 10, artº 9º , ad 9).
En cuanto al conocimiento singular y existencial por el que cada uno percibe que tiene alma, Santo Tomás afirma que esta percepción se da actualmente al estar en acto de pensar, porque «en cuanto piensa algo, percibe que existe» (Ver. Qu. 10, artº 12º, ad 7). Y si hablamos «en hábito» hemos de reconocer que el alma se conoce a sí misma por sí misma, por su misma esencia, sin requerirse la adquisición de ningún hábito intelectual: «para que el alma perciba que existe no se requiere hábito alguno; sino que basta para esto la sola esencia del alma presente a la mente: pues de ella brotan los actos en los que ella misma se percibe actualmente» (Ver. Qu. 10, artº 4º, in c.).
Encontramos, pues, en Santo Tomás la afirmación de la existencia de una experiencia propia de las realidades espirituales humanas:
«El principio del conocimiento humano es por los sentidos, sin embargo, no es necesario que todo lo que es conocido por el hombre esté sujeto al sentido, o sea conocido inmediatamente por un efecto sensible; pues el mismo entendimiento se entiende a sí mismo por su acto, que no cae bajo los sentidos» (De malo Qu. 6ª, artº único, ad 18).
Que esta experiencia de los actos intelectuales haga posible el conocimiento de las realidades espirituales, lo afirma inequívocamente Santo Tomás:
«Dice Agustín en 9º De Trinitate cap. 3º: «la mente misma, así como adquiere los conocimientos de las cosas corporales por los sentidos, así adquiere el de las cosas incorpóreas por sí misma» (…) por aquella autoridad de san Agustín, podemos afirmar que lo que la mente recibe acerca del conocimiento de lo incorpóreo, lo puede conocer por sí misma. Y esto es tan verdadero que incluso se dice en el Filósofo, en el libro 1º de De anima, que la ciencia sobre el alma es como cierto principio para conocer las substancias separadas» (S. Th. Iª, Qu. 88, artº 1º, ad primum).
Es este un punto capital por cuanto Santo Tomás afirma también que «no podríamos tener, ni racionalmente ni por la fe, un conocimiento de substancias intelectuales trascendentes al mundo sensible si nuestra alma no conociese por sí misma lo que es el «ser intelectual»» (III C.G. cap. 46). Además, y más radicalmente, sólo el reconocimiento de aquella experiencia íntima del yo pensante en su ser hace posible el diálogo y la superación del vaciado «logicista» del yo trascendental en el criticismo kantiano, vaciado del que se generarían las metafísicas idealistas.
En la tésis 20ª no se menciona el capital principio según el cual:
«Lo singular no repugna que sea entendido en cuanto que es singular, sino en cuanto es material. Y así, si algo es singular e inmaterial, como es el entendimiento mismo, no repugna que sea entendido» (S. TH. Iª Qu. 86, artº 1º, ad tertium). «Así como se entiende a sí mismo nuestro entendimiento aun siendo él mismo un entendimiento singular, así también entiende su acto de entender, que es un acto singular, existente en el pretérito o en el presente» (S. Th. Iª, Qu. 79, artº 6º, ad secundum).
El olvido de esta inteligibilidad, que no ha de caracterizarse como subjetiva, sino como íntima y personal, que Santo Tomás considera de tal modo constituida por la misma posesión del ser característica del ente personal que afirma «volver a su esencia no es otra cosa que subsistir una cosa en sí misma» (S. Th. Iª, Qu. 14, artº 2º, ad primum) es una laguna importante que dejaría sin explicar la pertenencia del conocimiento, en su vertiente intencional, al ser del hombre, el arraigo del orden del «ser inteligible» en el ser recibido en una forma no inmersa en la materia.
Sobre la utilidad de la aprobación de aquellas tesis, y sobre el hecho indudable de la ya secular recomendación de la doctrina de Santo Tomás por parte de la Iglesia, y sobre el sentido mismo de esta recomendación, puede dar luz el contenido de un discurso de Pío XII, en 17 de octubre de 1953, hablando a la Universidad Gregoriana de Roma:
«No se confunda la doctrina católica y las verdades naturales con ella conexas, reconocidas por todos los católicos, con los esfuerzos de los hombres eruditos para explicarlas, ni tampoco con los elementos y conceptos propios por los que se diferencian entre sí los varios sistemas filosóficos y teológicos que se hallan en la Iglesia (…) ninguna de semejantes explicaciones o argumentaciones constituye la puerta para entrar en la Iglesia (…) ni siquiera del más santo e insigne Doctor se ha valido nunca la Iglesia como de fuente originaria de la verdad«.
«Los varios sistemas de doctrina a que permite adherirse la Iglesia, es absolutamente necesario que estén de acuerdo con todo aquello que había sido conocido con certeza por la filosofía, tanto la antigua como la cristiana, desde los mismos comienzos de la Iglesia«.
Pío XII enumera, a modo de ejemplo, en el mismo discurso «todo lo relativo a la naturaleza de nuestro conocimiento y al propio concepto de verdad, a los principios metafísicos fundados en la verdad, y que son absolutamente ciertos, a Dios infinito, personal, Creador de todas las cosas, a la naturaleza del hombre, a la inmortalidad del alma, a la congruente dignidad de la persona, a los deberes que la ley moral, grabada por el Creador en su naturaleza, promulga e impera«.
«Este conjunto de conocimientos no han sido expuestos por ningún otro Doctor de un modo tan lúcido, tan claro y perfecto, ya se atienda a la mutua concordancia de cada una de sus partes, ya a su acuerdo con las verdades de la fe, ya a su esplendidísima coherencia entre sí, ni ninguno los ha compuesto -sintetizado- en un edificio tan apto y sólido como Santo Tomás de Aquino, según nuestro predecesor León XIII, que con tanta precisión afirmó: «Distinguiendo perfectamente, como es debido, la razón de la fe, pero uniendo ambas amigablemente, y conservando los derechos y la dignidad de una y otra, de modo que, llevando la razón a la cumbre de lo humano, no pueda casi subir más alto, ni pueda tampoco casi la fe esperar de la razón apoyos más firmes de los que consiguió por medio de Santo Tomás»» (AAS nº 45, 1953, pp. 684-685).
Hemos encontrado en las palabras de Pío XII tres afirmaciones:
1ª- El mensaje de salvación que la Iglesia tiene misión divina de transmitir a todos los hombres no se identifica con ningún sistema teológico o filosófico, y la Iglesia no se sirve ni siquiera del más santo e insigne Doctor como de fuente originaria de verdad.
2ª- Necesariamente todo sistema y doctrina que puede ser profesado en la Iglesia ha de estar de acuerdo con lo conocido con certeza por la filosofía, tanto la filosofía antigua como la cristiana.
3ª- Este conjunto de conocimientos que son obligatorios, por ser absolutamente verdaderos, no han sido elaborados por ningún Doctor, ya en la coherencia de cada una de sus partes, ya en su acuerdo con las verdades de la fe, como por Santo Tomás de Aquino.
Por el primero de los principios establecidos se comprende por qué la Iglesia no sólo favorece, en lo teológico y en lo filosófico, la libertad de las escuelas, sino que exige que sea por todos respetada. Así, Benedicto XIV afirmó: «la Sede Apostólica favorece la libertad de las escuelas (…) compórtense, al presentarse la ocasión, del mismo modo los obispos, aunque como personas privadas sean partidarios de alguna de las posiciones discutidas. Nos mismo, aunque como doctor privado favorecemos en lo teológico a una de las opiniones, sin embargo, como Sumo Pontífice, no reprobamos las opuestas, ni permitimos que otros las reprueben» (cfr. Benedicto XIV Dum preterito, 31 julio 1748; DS 2564-2565).
Por el segundo resulta claro que sólo la verdad filosófica es conciliable con la fe verdadera en el Misterio revelado, y apta para ser asumida en una sistematización teológica. Recordó Pío XII: «Ningún católico puede dudar que es absolutamente falso que cualquier filosofía u opinión (…) pueda conciliarse con el dogma católico (…)» (Encyc. Humani generis A.A.S. nº 42, 1950, pp. 561 ss.). Este es un punto en el que podemos descubrir una continuidad y coherencia profunda en el magisterio pontificio e, incluso, en lo esencial de sus orientaciones prácticas. Es doctrina cierta que el magisterio de la Iglesia tiene autoridad para establecer por modo definitivo que algunas proposiciones filosóficas están necesariamente conexas con la fe católica, o que, por el contrario, son absolutamente incompatibles con ella.
Pío X, que recomendó con tanta energía la enseñanza de la doctrina de Santo Tomás y advirtió que «el apartarse de Santo Tomás, en especial en las cuestiones metafísicas, no se hará nunca sin grave detrimento» (Encyc. Pascendi, 8 septiembre 1907; Pii X Acta nº 4, 1907 pp.50 ss) fundamentaba esta recomendación en que «los principios en que se basa, como en sus fundamentos, toda su filosofía, no contienen sino lo que hallaron los más excelentes filósofos y los máximos doctores de la Iglesia sobre el concepto adecuado del conocimiento humano, sobre el orden moral y la consecución del último fin» (Doctoris angelici, 29 de junio de 1914, AAS nº 6, 1914, pp. 334-341). «Lo que en Santo Tomás es capital no debe ser tenido en el género de las opiniones sobre las que es lícito disputar en sentidos opuestos, sino que deben entenderse como los fundamentos sobre los que se apoya toda ciencia natural y divina» (ibid.).
Por razón de estas verdades capitales en Santo Tomás «quae in Sancto Thoma sunt capita» desautorizaba Pío X el desprecio o la interpretación falsa de los principia et pronunciata maiora de Santo Tomás, a los que se declaró pertenecer aquellas veinticuatro tesis, aprobadas en 1914. Es claro que la libertad después proclamada acerca de ellas, y el hecho mismo de que la respuesta aprobatoria fuese un acto disciplinar, muestran que no tendría sentido entenderlas comprendidas en la extensión del concepto de «lo que en Santo Tomás es capital«.
También en la tercera de las afirmaciones de Pío XII en aquel discurso a la Universidad Gregoriana podemos descubrir la continuidad y coherencia de la actitud de la Iglesia jerárquica en la cuestión de la recomendación de la doctrina de Santo Tomás. Porque sus palabras son testimonio auténtico de la preferente aprobación y recomendación de la doctrina de Santo Tomás.
En este contexto me parece que puede afirmarse que, si las veinticuatro tesis no se presentaron -en las respuestas de 1914-1916- como doctrinas obligatorias necesarias para la defensa de la fe y para una sana teología, esto no implica que no puedan ser o que no hayan sido reconocidas posteriormente, en algunos casos, como dotadas de mayor autoridad doctrinal. En el Catecismo de la Iglesia católica, en sus números 308 y 318, hallamos afirmadas doctrinas sobre la acción de Dios como causa primera, que obra en las causas segundas y por ellas, y sobre la exclusiva y única potencia de Dios para la causalidad creadora, que expresan contenidos de la vigésimacuarta de las Veinticuatro tesis.
Ciertamente éstas han de ser vistas como caracterizando la síntesis filosófica de Santo Tomás de Aquino que, de un modo tan explícito, elogió entonces Pío XII como el edificio más apto y sólido para exponer sistemáticamente el conjunto de verdades filosóficas obligatorias y su acuerdo con las verdades de la fe.
Convendría tener presente que en la mencionada encíclica de Pío XI Studiorum ducem, inmediatamente después del párrafo sobre la libertad de optar entre posiciones doctrinales opuestas discutidas en las escuelas católicas, Pío XI afirma que «al honrar a Santo Tomás se honra algo mayor que sus propias doctrinas, esto es, la autoridad de la Iglesia docente«, a lo que añade unas palabras de Benedicto XV en que se elogia a la Orden de Predicadores «no tanto por haber formado al Doctor Angélico cuanto por no haberse apartado después nunca, en lo más mínimo, de su disciplina» (A.A.S., vol. VII, 1918, p.397).
Y en la propia carta, también antes aludida, del Prepósito General de la Compañía, Padre Ledochowski, de 8 de diciembre de 1916, sobre la vigencia de la doctrina de Santo Tomás en la Compañía, y al insistir en la libertad que había sido tradicional en ella en cuanto al asentimiento a las tesis tomistas, no deja de reconocerse que el modo estricto en la profesión del tomismo pueda ser preferido por otros y observa que él mismo «está persuadido que también este propósito es utilísimo a la Iglesia» (véase el artículo Jésuites, de Pierre Bouvier S.I. en Vacant…, D. Th.C. Tomo VIII, parte 1ª, col. 1041, París, 1924) . No parece dudoso, pues, de acuerdo con la tercera de las afirmaciones destacadas en el discurso de Pío XII de 17 de octubre de 1953, que puede hablarse de una preferente recomendación de la doctrina del Doctor Angélico por el magisterio de la Iglesia.
La síntesis filosófica de Santo Tomás de Aquino la interpretamos, pues, como una culminación de lo que llamamos filosofía cristiana. Este término, por haber sido a veces utilizado inadecuadamente, ha sido rechazado también en ocasiones con excesiva descalificación. La Encíclica Aeterni Patris de León XIII, de 4 de agosto de 1879, lleva por título De philosophia christiana ad mentem Sancti Thomae Aquinatis Doctoris Angelici in scholis catholicis instauranda (A.S.S. 1878-1879 p.98 ss.). La Fides et ratio de Juan Pablo II, de 14 de septiembre de 1998, que la define «subjetivamente» como «una especulación filosófica concebida en unidad vital con la fe» añade, aludiendo a su sentido objetivo: «al hablar de filosofía cristiana se pretende abarcar todos los progresos importantes del pensamiento filosófico que no se hubieran realizado sin la aportación directa o indirecta de la fe cristiana» y enumera, también, los conceptos de Dios personal, libre y creador, tan decisivos para el pensamiento filosófico y, en especial, para la Metafísica como ciencia del ente en cuanto que tiene ser (A.A.S. nº 91, 1999, pp. 5-88).
* * *
Mi maestro, el eminente jesuita Ramón Orlandis Despuig, fruto de cuyo magisterio ha sido la llamada «Escuela tomista de Barcelona«, notaba que las veinticuatro tesis, si son auténticamente pertenecientes al pensamiento filosófico de Santo Tomás, no son suficientes para sugerir las líneas centrales y más profundas de su síntesis. Decía que no sería verdadero afirmar que ellas son ta principia et pronunciata maiora, es decir, que no se podría añadir el artículo determinado, que en latín es inexistente, supliendo, como se hace en otras cosas, con el artículo griego. Si así se hubiera formulado la respuesta de 1914, se hubiera enunciado una estimación falsa del valor y significado de las tesis.
Las veinticuatro tesis fueron útiles y aptas para delimitar la síntesis filosófica de Santo Tomás frente a otras posiciones escolásticas, principal, aunque no exclusivamente, de la escuela suarista. Sus redactores fueron profesores jesuitas tomistas, que buscaban en la Santa Sede una interpretación auténtica de las normas pontificias y de la propia Compañía sobre la autoridad de Santo Tomás en la enseñanza filosófica de la Compañía de Jesús.
Sería deseable la publicación del trabajo de Enrique Miguel Aguayo, presentado como tesis doctoral en la Universidad de Navarra, bajo la dirección del doctor Manuel Gamarra Caffieri titulado «Génesis histórica de las XXIV tesis tomistas«. Su conocimiento sería muy orientador sobre el sentido mismo de la redacción de las tesis y de su aprobación por la Santa Sede.
San Ignacio había establecido en las Constituciones: «En lógica, filosofía natural y moral se seguirá la doctrina de Aristóteles» (P. IV, c. 14, 1-3). León XIII confirmó esto por sus letras apostólicas de Gravíssime Nos, de 30 de diciembre de 1892, y al hacerlo precisó para interpretar la mente del fundador en favor de la vigencia en la Compañía de la enseñanza filosófica tomista: «Porque la filosofía de Santo Tomás no es otra que la aristotélica y porque el Doctor Angélico interpretó esta filosofía con más competencia que nadie, la enmendó de errores, la hizo cristiana, y la usó en la exposición y vindicación de la verdad católica» (Leonis XIII P.M. Acta vol. XII, 1893, pp. 366 ss.).
Pero esta cristianización de la filosofía aristotélica se realiza en el contexto que León XIII describía en su Encíclica Aeterni Patris: «Los que unen el estudio de la filosofía con la obediencia a la fe cristiana, éstos son los que filosofan óptimamente«. Y alaba a Santo Tomás porque «veneró a los Doctores sagrados y por esto adquirió, de algun modo, la comprensión de todas sus doctrinas, que eran como miembros dispersos de un cuerpo. Santo Tomás las reunió y acrecentó en su unidad, las dispuso con orden admirable y las enriqueció con grandes incrementos«.
Santo Tomás, que Brentano, el creador de la fenomenología, alababa como el más insigne comentador de Aristóteles, fue calificado como «aquel gran discípulo de Agustín» por el Cardenal Enrique Noris, el fundador de la escuela agustiniana en los siglos modernos, inclinado a censurar la escolástica por haberse apartado, por excesiva atención a Aristóteles, de la tradición patrística.
Es sabido además que Santo Tomás recibió, por su maestro Alberto Magno, la herencia del neoplatonismo cristiano de los Padres griegos, por lo que en su obra ocupan un lugar central tesis tomadas de los tratados del Pseudo Dionisio Aeropagita.
La síntesis filosófica de Santo Tomás, a la que ciertamente pertenecen, de modo muy central y característico, las veinticuatro tesis, no podría ser pensada sin poner como sus fundamentos doctrinas como el ejemplarismo, la genial cristianización agustiniana de la doctrina platónica de las Ideas, reelaborado por Santo Tomás desde la comprensión de la simplicidad de la omniperfección del ser divino; la doctrina sobre la naturaleza del bien creado y su triple dimensión, modo, especie y orden, asumida teológicamente para explicar el vestigio de la Trinidad en la Creación y su imagen en el espíritu creado como memoria, inteligencia y voluntad -que hace posible explicar la inteligencia objetiva como emanada de la memoria de sí mismo, y encontrar el camino para sintetizar la doctrina agustiniana de la iluminación con la tesis aristotélica del entendimiento agente al explicar éste como constituído por la mismidad existencial del yo pensante humano- la escala neoplatónica de los grados de perfección, que hace posible afirmar fundamentadamente el ser personal como lo perfectísimo en toda la naturaleza; la esclarecedora caracterización del carácter privativo del mal, que está en el centro de la vigorosa refutación del dualismo maniqueo de los catharos.
En Santo Tomás todas estas doctrinas no forman un agregado inconexo, sino que son los elementos compuestos, es decir, sintetizados, ciertamente en continuidad con los misterios de la fe, pero con una conciencia muy claramente formulada de lo que pertenece al conocimiento racional y lo que está, por el contrario, en el orden del Misterio revelado y que toma como principios la Doctrina Sagrada o Teología.
No podemos hoy, evidentemente, intentar una exposición, ni que sea abreviada, de la que sería la síntesis filosófica de Santo Tomás de Aquino. Y no podemos hacerlo no sólo por la limitación de quien habla, sino porque es, en cierto sentido, una síntesis que ha de ser siempre de nuevo descubierta y reelaborada.
A esta tarea, que ha de entenderse como abarcando también cuestiones sobre la naturaleza, sobre el hombre en su constitutiva dignidad personal y en su caracterización como sujeto moral, sujeto de comunicación social y de cultura, han contribuido muchísimos grandes filósofos del siglo pasado y del nuestro, varios de ellos eminentes laicos, y otros muchos eclesiásticos y religiosos; pero queda mucho por hacer para que la síntesis filosófica de Santo Tomás pueda cumplir plenamente la tarea que le asignaba ya León XIII, y que muestre la eficacia que le atribuyó Pío XII, en su Encíclica Humani generis de 12 de agosto de 1950 (A.A.S. nº 42, 1950, pp. 561 ss): «Para la investigación de las más recónditas verdades» (…) «y para recoger de modo útil y seguro los frutos de un sano progreso«. La insistente recomendación por la Iglesia jerárquica del estudio de Santo Tomás de Aquino, ha sido también varias veces justificada por la resistencia pasiva y difusa a asumir aquellas directrices y orientaciones.
Nos limitaremos hoy a enumerar algunos puntos de la Metafísica de Santo Tomás que creo tienen entre sí la suficiente conexión para sugerir un hilo conductor que permita hallar el carácter y las líneas centrales de fuerza de aquella espléndida síntesis, en parte contemplada y en parte entrevista:
1º – El punto de partida de la Metafísica es la afirmación objetiva absoluta del ente, que es «lo primero que cae en la concepción del entendimiento«.»Lo primero que el entendimiento concibe como lo más conocido y en lo que resuelve todos sus conceptos es el ente» (Ver. Qu. 1, artº 1º, in c.). Del ente, como lo primeramente conocido, «concretado» en las esencias de las cosas sensibles, se accede al ente en cuanto ente, que considera la filosofía primera como su objeto, no por generalización o abstracción total, sino por la abstracción formal de tercer grado, que destaca lo actual y determinante de lo potencial y determinable. El ente como término metafísico es análogo con analogía de proporcionalidad propia (Cayetano, De nominum analogia).
2º – La afirmación del ente está regida por el primer principio que excluye la simultánea verdad de dos proposiciones contradictorias y que se funda inmediatamente en la afirmación de que lo que es es, en la negación de que este ente sea aquel otro ente. La multitud es dada inmediata y primeramente a la experiencia humana, aunque sólo sea afirmable ontológicamente con posterioridad a haberse formado el concepto de uno como propiedad trascendental del ente.
3º – Porque de la afirmación del ente, ejercida en el juicio sobre lo que es cada uno de los entes, se sigue la negación de que este ente sea aquel otro ente, supuesta la existencia de la multitud de los entes, de su distinción numérica y de su diversidad esencial (cfr. S. Th. Iª, Qu. 11, artº 2º , ad quartum).
4º – Pero la negación se sigue de la afirmación y se funda en ella: «La verdad de cualquier negación en los entes se funda en la verdad de una afirmación» (Pot. Qu.10, artº 5º, in c.).
A esta primacía de la afirmación corresponde la primacía de la unidad sobre la multitud: es necesario afirmar la unidad antes que cualquier multitud, porque «no es posible una multitud que no participe de lo uno: las cosas que son muchas en sus partes son unas en todo. Y todo lo que es mucho en sus accidentes es uno en el sujeto. Y las cosas que son muchas numéricamente son unas en su especie. Y las que son muchas en sus especies son unas en el género. Y todas las cosas que son muchas en sus procesos son unas en su principio» (S. Th. Iª, Qu. 11, artº 1º, ad secundum).
Ninguna tentación en Santo Tomás de explicar la multitud de las esencias y su respectiva alteridad, mediante un no-ente, como en el último platonismo; con lo que se quería evitar la contraposición inexorable eleática entre ser y no-ser. Santo Tomás no sólo se mueve en el auténtico aristotelismo, sino que está enfrente del concepto de la determinación como negación (Spinoza) y de la fuerza de lo negativo para poner en marcha el despliegue dialéctico del saber absoluto (Hegel).
5º – La correlación ente en potencia-ente en acto y la analogía entre la afirmación del ente en acto y el ente en potencia, que en Aristóteles explica el movimiento físico, la generación y corrupción de las substancias materiales y la multiplicidad numérica -«todas las cosas que son múltiples en número tienen materia» (Aristóteles, Metafísica XI, VIII, 1074 a, 7-8)- en el aristotelismo y en el tomismo exigen entender que: «pues el ente en potencia es como un término medio entre el ente en acto y el no-ente» (comenta Santo Tomás sobre un pasaje de la Física de Aristóteles), que hace posible no caer en la inexorable «crisis» de Parménides entre el ser y el no-ser, pues lo que no es en acto pero es capaz de ser en acto no equivale a la negación absoluta de la entidad.
6º- Esta caracterización de la potencia como capaz de ser algo, correlativa y referida trascendentalmente al acto de que es capaz, es el núcleo de la «crítica metafísica del objeto afirmado» que permite mantener la vigencia de la no contradicción reconociendo, a la vez, el devenir y la multiplicidad. La trascendentalización de los conceptos de potencia y acto por Santo Tomás permite que la esencia -que en cuanto tal es acto- se comporte respecto a su acto de ser como capacidad finita de perfección. Se explica así la finitud del ente creado, y la gradación en las criaturas en la participación de la perfección del ser.
7º – El ser, acto del ente, es «lo perfectísimo de todo, pues se compara como acto a todo, pues nada tiene actualidad sino en cuanto es, por lo que el ser mismo es la actualidad de todas las cosas, y aun de las mismas formas, por lo que no se compara como lo que recibe a lo que es recibido, sino como lo que es recibido a lo que recibe» (S. Th. Iª, Qu. 4, artº 1º, ad tertium).
De este texto afirmó Domingo Báñez que expresa «lo que Santo Tomás frecuentísimamente clama y que los tomistas no quieren oir» (en su comentario sobre aquel lugar).
8º – Pero si la filosofía de Santo Tomás no es «esencialista«, tampoco es «existencialista«. La entidad finita no se constituye por la nihilidad, sino por la perfección participada, en un grado de posesión de la perfección comunicada por Dios a los entes, a los que da participar en el ser, según la capacidad o potencia que crea en ellos al darles el ser. La forma recibida en la materia dice razón de acto en la línea substancial predicamental. La forma subsistente por sí es acto puro en su línea -por esto, Santo Tomás afirma su unicidad- «toda forma, en cuanto tal, es acto» (De Spirit. Creat., artº 1º, ad primum).
9º – La comprensión del ser como acto exige que nuestra definición metafísica de Dios no entienda éste como causa sui en el sentido del racionalismo occidental, sino como el Ipsum esse subsistens, concepto en el cual hallamos el fundamento para afirmar en Dios la infinidad en el orden de las perfecciones (cfr.»Tesis 23» de las Veinticuatro tesis; DS 3623).
10º – Por el ser como acto podemos explicar, como grados de participación en el mismo, aquella escala de los seres, tesis central en Santo Tomás, tomada del Pseudo Dionisio Aeropagita, a la vez que del aristotelismo: «el vivir es para los vivientes su ser» (S. Th. Iª Qu. 18, artº 2º, sed contra). Así el ser da razón del vivir, y el vivir en su grado más perfecto da razón de la conciencia y del conocimiento en su intencionalidad objetiva infinita. Por eso Santo Tomás dice que, considerados en su concepto, dice más perfección el vivir que el saber, aunque el saber constituye el supremo grado de vida (cfr. S.Th. Iª, Qu. 5, artº 2º, ad tertium).
11º – «La filosofía primera considera la universal verdad de los entes. De aquí que pertenece al metafísico considerar cómo se comporta el hombre en orden al conocimiento de la verdad» (In Met. lib. 2, lectio 1, nº 273). En una auténtica filosofía fiel a Santo Tomás no hay lugar para aquella teoría del conocimiento de que la modernidad filosófica se libró sólo muy trabajosamente, especialmente por obra de Heidegger, al interpretar la propia Crítica de la razón pura como «ontología fundamental«.
12º – «Así como es evidente por sí que el ente es, así también lo es el que la verdad, universalmente considerada, existe» (S. Th. Iª, Qu. 2, artº 1º, III). La verdad trascendental, que significa formalmente la entidad en cuanto adecuada al entendimiento, sigue, en nuestra conceptuación objetiva, al concepto de ente, en el que se funda, pero ha de ser afirmada como fundante del mismo conocimiento intelectual verdadero: «la entidad de la cosa precede al concepto de verdad, pero el conocimiento es como un efecto de la verdad«. La verdad en el entendimiento que juzga es «manifestativa y declarativa del ser» (De ver. Qu. 1, artº 1º).
13º – Aquella autofundamentación del saber ontológico, que corresponde a la Metafísica, exige alcanzar al concepto del «ser intencional inteligible«, aquel en que «el alma es, de algun modo, todas las cosas» (Aristóteles, Sobre el alma 431 B 20-25). Así como el sentido es infinito de algun modo, porque el viviente sensible cognoscitivamente no sólo es él mismo sino también lo otro, el entender en cuanto tal es simpliciter infinito (S. Th. Iª, Qu. 54, artº 2º, in c.).
14º – Para alcanzar a la comprensión de este orden intencional, al que Cayetano aludía como «lo que se esforzaba en meter en la cabeza de los que filosofan» (In De anima III, cap.5), hay que entender con Santo Tomás que «sentir y entender no son sino cierto ser» (ibid.). El ser intencional, que remedia la finitud entitativa del sujeto, se constituye como acto que pertenece al sujeto en la medida en que la no inmersión de la forma en la materia le hace connaturalmente participante de aquella apertura intencional. La escisión entre lo entitativo y lo cognoscible e inteligible desconoce esta caracterización ontológica del conocer como acto, y opera la disolución de la realidad obrada por el idealismo. Sólo desde la caracterización ontológica del orden intencional contenida en la metafísica del espíritu pensante que Santo Tomás elabora siguiendo a San Agustín y a Aristóteles, puede la filosofía cristiana no sólo resistir, sino superar vigorosamente la seducción de las metafísicas idealistas.
15º – La dualidad sujeto-objeto no constituye el conocimiento, sino que está en la dimensión de su potencialidad, en la línea cognoscitiva del sujeto, y en la línea de lo cognoscible del objeto: «el sentido en acto es lo sentido en acto; el entendimiento en acto es lo entendido en acto«. «Lo inteligible en acto es el entendimiento en acto. Y según que el inteligible se distingue del entendimiento, uno y otro son en potencia«.(Iª C. G. cap. 51).
Toda intencionalidad objetiva se arraiga en la unidad consciente de un viviente en grado de vida cognoscente o intelectual. La conciencia sensible es la raíz de los sentidos externos y en la presencia íntima habitual de la mente a sí misma, constituída porque ésta es inteligible en acto, radica la posibilidad del entendimiento cognoscitivo de objetos.
Por esto Santo Tomás afirma que «nuestra mente es inteligible en acto y, según esto, se afirma en ella el entendimiento agente que hace los inteligibles en acto» (De ver. Qu. 10, artº 6º, c) y sostiene también que «nuestra virtud intelectiva juzga sobre la verdad no por algunos inteligibles existentes fuera de la mente, sino por la luz del entendimiento agente que hace los inteligibles» (De spirit. creat., artº 10º, ad octavum)
16º – Ascendiendo en la escala de grados analógico-proporcionales, hemos de afirmar que el acto puro en la línea inteligible se identifica no sólo realmente, sino también en nuestro concepto ontológico, con el acto subsistente de ser. La intelección de la intelección que afirmó Aristóteles como perteneciente a la vida divina (Metafisica, libro lambda, 1074, 14-15) se constituye formalmernte por el acto subsistente de ser (aportación de la escuela tomista benedictina de Salzburgo) (cfr. Gredt Elementa… nº 799, 2).
17º – El acto es de sí y por su naturaleza, comunicativo de sí mismo (Pot., Qu. 2, artº 1º, In c.) Esta tesis no reduce el ser a la acción predicamental, sino que muestra toda acción como constituida por la naturaleza comunicativa del acto de ser, y fundamenta así la naturaleza locutiva del entendimiento como tal. «El entendimiento tiene un ser expresivo«. «El entendimiento es, por su naturaleza y perfección, manifestativo y locutivo» (Juan de Santo Tomás, Curso teológico, disp. 32, artº 4º, nº 25).
18º – Por esto Santo Tomás afirma: «lo entendido como tal es lo que el entendimiento concibe dentro de sí mismo acerca de lo que entiende» (Pot. IX artº 5º in c.); por esto, «lo concebido es lo principalmente entendido, ya que la cosa no se entiende sino en él» (De natura verbi intellectus). «Lo entendido se refiere al entendimiento como algo constituido y formado por el acto de entender» (De spir. creat. Qu. un, artº 9º, Ad 5) . «El acto por el que el objeto es formado es el conocimiento, pues el entendimiento conociendo forma el objeto y formándolo lo entiende, así como si la vista viendo formase la pared, a la vez formaría el objeto visto» (Juan de Santo Tomás, Cursus theologicus disp. 32, artº 5º, nº 13). El desconocimiento u olvido de esta naturaleza locutiva del conocimiento en cuanto tal pudo dejar inerme al realismo escolástico frente al criticismo trascendental kantiano.
19º – El ente, constituído como tal por su participación en el acto de ser -ente finito y creado- o por el ser subsistente que define la esencia de Dios, no sólo es bueno, porque se dice bueno en cuanto que es perfecto (S. Th. Iª, Qu 5, artº 3º, in c.), sino que hay que afirmar, no la primacía del bien sobre el ente (S. TH. Iª, Qu. 5, artº 2º), ni la existencia de un bien más allá de las esencias, sino «que el ente se convierte con lo bueno«, como afirmó genialmente Cayetano (In De ente et essentia, cap IV, Qu. V) y reconocer también la primacía del fin y del bien en el orden de las causas. El mal es privativo y no tiene consistencia substancial ni es causado sino «accidentalmente» y «deficientemente» (S. Th. Iª, Qu. 48, artº 1º; Qu. 49, artº 1º-3º) .
20º – La estructura del ente finito, bueno participativamente, constituído por capacidad de acto que participa del acto de ser por el que tiene su perfección, es como el reflejo del correlativo del bien infinito de Dios, operante por pura liberalidad comunicando a los entes liberalmente los bienes que en ellos crea, creando simultáneamente -no sólo en sentido cronológico sino ontológico- su capacidad para recibir los bienes comunicados por el acto creador (del magisterio oral de mi maestro Ramón Orlandis).
21º – La libertad de Dios en la Creación -y la radical contingencia del ente creado- es una verdad de la filosofía cristiana para la que Santo Tomás afirma ser moralmente necesario haber recibido la Revelación de la Trinidad. Entendemos que Dios no crea por necesidad natural, al creer que todas las cosas fueron creadas por su Verbo; entendemos que Dios no tiene indigencia alguna de los bienes que crea, porque creemos en la eterna espiración donante del Espíritu Santo (S.Th. Iª, Qu. 32, artº 1º, ad tertium). «Las procesiones de las personas son la razón de la producción de las criaturas» (S. Th. Iª, Qu.45, artº 6º, in c.).
22º – Para la comprensión de la libertad divina en la Creación hay que atender a la suma y máxima liberalidad divina, aunque «obrar no es otra cosa sino comunicar aquello por lo que lo operante es en acto» (Pot. Qu 2, artº 1º, in c.). «A todo agente finito le compete que incluso en su acción tienda a adquirir algo para él. Pero al primer agente, que es sólo agente, no le conviene obrar por la adquisición de algun fin, sino que intenta sólo comunicar su perfección, que es su bondad» .(S. Th. Iª, Qu. 44, artº 4º, in c.). «Sólo Dios es máximamente liberal porque no obra por su utilidad, sino sólo por su bondad» (ibid. ad Primum).
23º – Así el fin o motivo del acto creador no puede ser otro sino la misma bondad divina, no para ser adquirida, sino para ser comunicada. La gloria de Dios, para la que el mundo es creado (cfr. DS 3025), es la manifestación de su bondad. Santo Tomás asume como tesis capital la afirmación de san Agustín: «A nosotros aprovecha conocer a Dios, no a Él (…) por lo que es evidente que Dios no busca su gloria para sí mismo, sino para nosotros» (S. Th. IIª Secundae, Qu. 132, artº 1º, ad primum).
24º – En el universo de los entes creados, todos ellos tienden a Dios como a su fin al tender a sus propias perfecciones, porque «cada cosa tiende a su perfección en cuanto es una semejanza de la perfección divina y no a la inversa» (S. Th. Iª, Qu. 6, artº 1º, ad secundum; S. Th. Iª Qu. 4, artº 4º, in c.), «Las criaturas racionales sobrepasan en dignidad a todas las otras por la perfección de su naturaleza y por la dignidad de su fin. En la perfección de su naturaleza, porque sólo la criatura racional tiene dominio de sus actos, actuándose libremente al obrar (…) en la dignidad del fin, porque sólo la criatura intelectual alcanza con su operación al mismo fin del universo, conociendo y amando a Dios» (III C.G. cap. 111).
25º – Por esto santo Tomás afirma que «sólo la criatura racional es por sí misma intentada en el universo, y todas las otras cosas lo son por causa de ella» (III C.G. cap. 112), y entiende la Divina Providencia como ordenando todas las realidades no personales a las personas, que son aquellos entes no ordenados a la utilidad, ni subordinados al provecho de naturalezas universales, sino valiosos y amables por sí mismos en su individual personalidad.
26º – En la aspiración natural de la persona finita a todos los bienes que pertenecen a su vida está el fundamento del conocimiento de la ley natural en el hombre y de su carácter imperativo: «Todo aquello a que el hombre tiene inclinación natural es aprehendido por su razón como bueno, y consiguientemente, como algo a que tiene que tender su obrar, y lo contrario a esto, como malo y debiendo ser evitado; y así, según el orden de las inclinaciones naturales es el orden de los preceptos de la ley natural» (S. Th. Iª Secundae, Qu. 94, artº 2º, in c.).
El acto moralmente malo es posible por una «deficiencia» anterior a la elección desordenada de la voluntad, deficiencia que no tiene sentido todavía de mal: «En las cosas humanas cualquier elección debe medirse y regularse según la norma de la ley divina; por lo cual, el no uso de esta regla lo hemos de entender como anterior a la voluntad de la elección desordenada (…) el hecho mismo de no atender en acto a tal norma no es mal de culpa ni de pena; la culpa sobreviene sólo cuando el hombre procede, sin la actual consideración de la norma, a la elección moral; así como un artífice no peca por no tener siempre a mano la regla, sino por cuanto no teniéndola procede a realizar la obra. La culpa de la voluntad no está en no atender siempre actualmente a la norma de la ley divina, sino en proceder a elegir sin atender actualmente a ella» (cfr. De malo, Qu 1ª artº 3º, in c.; III C. G. cap 10º).
27º – La estructura del bien, constituído por el modo -el ser y la eficiencia- la especie -la esencia y la forma constitutiva de una especie- y el orden -el dinamismo tendencial al fin y bien de un ente (S. Th. Iª, Qu. 5, artº 5º; Ver. artº 5º, qu. 26)- permite considerar, a la luz de esta doctrina, el tema de la esencia de la bienaventuranza perfecta del hombre en la vida eterna
Según esta ontología agustiniana del bien, podemos ver que la esencia de la suprema realización sobrenatural del ser del hombre es la contemplación del bien divino -«seremos semejantes a Él porque le veremos como es» (Jn. 3, 2)-, supremo objeto de su acto contemplativo (S. Th. Iª Secundae, Qu.3, artº 5º, in c). Encontramos su modo perfecto en la inmediatez intuitiva de la visión de Dios cara a cara («ahora vemos en espejo y en enigma, entonces cara a cara (…) conoceré plenamente al modo como yo mismo soy conocido» [Iª Cor. 13, 12]) y su orden en la plenitud del amor de caridad, que ya tenemos los viadores, pero que llega a su plenitud en la vida eterna en Dios.