Cristiandad (Marzo-Abril 1974)
Al declarar a San José, esposo de María la Madre de Dios, Patrono de la Iglesia Universal, Pío IX recogía un anhelo que venía a la cátedra pontificia desde multitud de lugares y gentes.
Como los actos del magisterio, así también la enseñanza de los teólogos en lo relativo a San José y a su misión en el orden de la gracia, ha seguid al sentido de la fe que vive en el pueblo cristiano. Como se ha notado por autorizados teólogos, los presentimientos y adivinaciones del espíritu cristiano sobre el misterio de San José se han producido en el corazón, antes que la razón de los teólogos pasase a formularlos explícitamente.
El último siglo es el de la presentación pública y oficial por la Iglesia jerárquica de una comprensión del lugar de José, el esposo de María, el «Padre» de Cristo que había surgido progresivamente en el Pueblo de Dios, y que difundida multitudinariamente en la piedad cotidiana y familiar de los cristianos, había hallado ya algunas expresiones luminosas en el lenguaje de teólogos y autores espirituales.
Patriarca es el título con que nos hemos acostumbrado a oír mencionar siempre a José. Cuando estaba poco presente en la memoria de los cristianos el recuerdo de aquellos «de quienes desciende según la carne Jesucristo que es Dios bendito por los siglos», según expresión de San Pablo al referirse a los Padres del Pueblo de Israel.
Parece como si el instinto sobrenatural impulsara a expresar con aquel título el misterio de la predestinación de José, el «hijo de David» cuya fe y obediencia no se refiere ya a la aceptación de las promesas divinas, cual, en Abraham, sino a la consumación y cumplimiento de las mismas en su propia casa, en el seno de su esposa elegida para Madre de Dios.
«Como confín y horizonte de la nueva y de la vieja alianza» llamaba Isidoro de Isolano, el primero de los grandes teólogos josefinos, al Esposo de la Madre de Dios. Suárez, cuya obra señala un progreso definitivo, relaciona este oficio de José «que no pertenece al Nuevo Testamento ni propiamente al Antiguo sino al autor y piedra angular de uno y otro» con la pertenencia al «orden hipostático» de su ministerio, ordenado en el plan de Dios a la Encarnación del Verbo, que para cumplir la salvación prometida a Abraham y a su descendencia no quiso «asumir una naturaleza angélico» sino venir a ser Él mismo descendiente de Abraham.
La unión de María, nueva Eva, a Cristo, el nuevo Adán, cabeza de la humanidad renovada por el don divinizante de la gracia; el carácter trascendente y único de su relación con la divina Trinidad en que la constituye su dignidad de Madre de Dios; y el misterio excelso de su virginidad fecundada por el Espíritu Santo; fundamentan, lejos de obstruir u obscurecer, los títulos de la excelencia de su virginal Esposo.
Sólo una perspectiva errónea y una incomprensión mundana y carnal del plan providencial de la economía redentora, da motivo a que reduzcamos al parecer la misión «patriarcal» de José, a quien Cristo llamaba padre suyo, a algo así como una «paternidad consorte», a una asociación a la que no sabemos encontrar nombre, a la verdadera y propia maternidad de María.
De aquí las perplejidades y aún desaciertos con que se ha tratado a veces el tema de la genealogía de Cristo, hijo de David, hijo de Abraham, referida en el Evangelio siempre a través del Patriarca José.
Dios había prefigurado el carácter gratuito de su iniciativa redentora en el carácter milagroso del nacimiento de Isaac. Las lecturas de la nueva liturgia nos hablan de la fe del Patriarca, que al aceptar, esperando contra toda esperanza, la promesa divina, fue constituido, en Isaac, el «hijo de la promesa», y de quien el Apóstol Pablo no vacila en hablar como del «nacido según el Espíritu», padre de todos los creyentes.
Por Isaac, milagrosamente nacido, es Abraham antepasado del «Dios con nosotros», y de él desciende «según la carne», es decir, según la dignación misericordiosa de Dios que en verdad me quiere Hijo del Hombre.
Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios, que ha querido ser hijo de Abraham e hijo de David nace plena y propiamente «según el Espíritu Santo». María y José son bienaventurados por haber creído en que nada es imposible para Dios. El nacimiento virginal del Hijo de Dios, de María Esposa del Espíritu Santo, no deroga la real y verdadera asunción por el Verbo de la «carne» simiente de Abraham y de David.
La intimidad y humanidad de la relación del Patriarca José con Jesús nacido por el Espíritu Santo, de la que es suya por el matrimonio, no queda derogada por la trascendencia del designio divino. La fecunda virginidad de su Esposa es bien de María pero también es bien de José. La parte que tiene José en la virginidad de María hace que haya que atribuir a José, heredero en plenitud de la fe de los antiguos Patriarcas, el fruto nacido de la promesa y del don del Espíritu Santo. Por esta razón, afirma Bossuet, es Jesús hijo de José.
Este oficio de José en el orden hipostático, predestinado para la Encarnación redentora, le constituye según el sentir del pueblo intuye, y el magisterio moderno de la Iglesia afirma, en «padre» de la Iglesia, naciente en la familia de Nazaret.
La enseñanza de Paulo VI sobre María Madre de la Iglesia, y la del Concilio Vaticano II sobre la Iglesia como pueblo de Dios del Nuevo Testamento, heredero por la fe de la filiación de Abraham y de la dignidad israelítica, iluminan el sentido del Patrocinio de José sobre la Iglesia universal, y en definitiva, el sentido, auténticamente fundado en la Sagrada Escritura, del título de Patriarca con que las generaciones cristianas le invocaban.
Santa Teresa llama a José «padre y señor mio». En el texto evangélico el Patriarca del pueblo de Dios de la Nueva Alianza, se ofrece a nuestra contemplación, silencioso, obediente y confiado en el divino poder. Sus rasgos en la narración evangélica pueden nutrir nuestra comprensión del sentido de la pobreza cristiana, inseparablemente unida a la fe y a la esperanza.
Por esto su Patrocinio, proclamado por Pío XII, sobre los hombres que viven del trabajo de sus manos, y la invocación por Pío XI como protector» de la fe de los cristianos frente al ateísmo marxista, tienen este mismo sentido, que nos invita también, como recordaba León XIII a una comprensión iluminada, fervorosa y alegre, de la misteriosa plenitud infundida por la gracia de Dios en lo cotidiano y sencillo del vivir de los hombres, bajo la mirada de la Providencia.
Tal vez no sea inadecuado atreverse a poner la siguiente afirmación: el progreso de la piedad hacia San José habrá de ser de importancia capital para una auténtica realización del llamamiento dirigido a los cristianos de nuestros días por el Concilio Vaticano II.
Tal vez todas las dimensiones del mensaje conciliar: en la iluminación más consciente del misterio de la Iglesia y de su presencia en el mundo, en la renovación de su vida misionera en búsqueda de la unidad en la fe, entre los cristianos separados; y en el sentir del urgente mensaje de la unidad en Cristo en el nuevo Israel de Dios, de los hijos del Israel de la carne; en el carácter central y definitivo de la exigencia de las bienaventuranzas evangélicas en toda la vida cristiana; se difundirán por los caminos dispuestos providencialmente a través de la presencia en la vida cristiana de la piedad hacia José, el Esposo de la Madre de Dios y Patriarca de la Nueva Alianza.