El carisma de Teresa de Lisieux

Francisco Canals Vidal
Cristiandad
749 (octubre de 1993)

Sta. Teresita de Lisieux de niña

Sta. Teresita de Lisieux de niña

No me propongo realizar un análisis del contenido del libro que presentamos [1], sino despertar en los que me oigan el deseo de buscar en su lectura la vida en su itinerario espiritual tal como su autor la sabe presentar desde los manuscritos autobiográficos, abundantemente citados y únicos destacados en una tipografía muy visible.
La originalidad del libro presentado hoy aquí es precisamente el centrarse casi únicamente sobre la biografía auténtica tal como se nos revela en los escritos de la propia Santa, y pasarlos desde la doctrina de santa Teresa de Jesús y de san Juan de la Cruz, ambos, con posterioridad a la vida de santa Teresita del Niño Jesús, declarados Doctores de la Iglesia, y que en realidad tuvieron carisma de expresar en distinto estilo la doctrina católica sobre la vida mística.

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Enseguida conviene hacer unas precisiones: solemos entender inadecuadamente por vida mística algunos acontecimientos extraordinarios: revelaciones, éxtasis, visiones, «locuciones», que Dios obra en algunos casos en los santos para bien de la Iglesia.
Pero, si la entendiésemos así, la vida mística no pertenecería a la santidad del cristiano, sino a aquellos dones carismáticos que Dios da a unos para bien de la comunidad de los fieles, pero que en sí mismos no santifican al que los recibe, y que por lo mismo no pertenecen a la vocación ordinaria del cristiano, a la vocación universal a la santidad.
De aquí que ya en el título se sugiere que el autor se propone hablar de aquella «palabra de sabiduría y de ciencia» de que Dios dotó a una jovencita que murió a los veinticuatro años de edad, para que sus escritos fuesen instrumento de una influencia espiritual profunda y extensamente beneficiosa. Se habla del carisma, pero enseguida en el subtítulo se nos dice que se va a presentar el ejemplo vivido de la doctrina de Teresa del Niño Jesús en su itinerario espiritual, aquel que vamos a tratar de comprender a la luz de la doctrina de los dos grandes Doctores.
Y en realidad el carisma de Teresa de Lisieux fue muy esencialmente el carisma doctoral y cuasi profético de recordar y como reencontrar en la Iglesia una verdad esencial y nuclear: Pío XII decía que era «el corazón mismo del Evangelio» lo que ella había reencontrado.
Esta verdad esencial es, como lo ha recordado Juan Pablo II, y lo recuerda nuevamente el cardenal Jubany, la filiación nuestra respecto a Dios nuestro Padre. Paternidad divina y filiación, por la que llamamos a Dios Padre, que Teresa de Lisieux volvió a anunciar, y que de alguna manera anunció como nunca hasta hoy se había hecho, con el «mensaje nuevo» de la infancia espiritual.

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Ni la santidad es una vocación singular o selectiva, que destaque a los santos de entre los hombres al modo de «élite» distinguida y superior en cualidades a los demás hombres, ni la infancia espiritual es, como algunos han entendido, o mejor malentendido, una especie de camino supletorio o sucedáneo, apto para almas débiles y pequeñas, pero que no tiene por qué ser propuesto a los que pueden emprender heroicamente la empresa de la perfección cristiana.
Uno y otro concepto son erróneos. Es muy dañoso para la vida cristiana, y muy engañoso para quienes tienen una responsabilidad de servicio a la Iglesia, en el ministerio sacerdotal o episcopal o pontificio, o en la vida religiosa, o en el apostolado laical asociado, pensar que un santo es alguien «excelente», «distinguido», «importante» en lo humano.
Y no menos erróneo es pensar que los llamamientos que hallamos en la Escritura: «si alguno es pequeño venga a mí», «Venid a mí los que pasáis trabajos y estáis cargados» se dirigen a unos hombres «inferiores», pequeños y que sienten el trabajo como pesado por carecer de fuerzas para llevar la carga.
Si el primer concepto fuese válido, no podríamos entender nunca el misterio de la santidad de Jesús, María y José en Nazaret. Si el segundo concepto fuese válido, desmentiríamos a la palabra de Dios: «Sin mí nada podéis hacer»; «la fuerza de Dios se ejercita en nuestra ausencia de fuerza»; «no yo, sino la gracia de Dios conmigo».

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Para entender el mensaje de santa Teresita, que predica la sencillez del niño que todo lo confía de su padre y sabe que nada puede por sí mismo; y que remueve la idea de que la santidad consista en lo que se llamaba obras de «superrogación»: cosas extraordinarias, penitencias, etc., mientras insiste en el sencillo y cotidiano cumplimiento de la divina voluntad, convendrá precisar un punto doctrinal perfectamente aclarado por santoTomás de Aquino.
A este propósito será oportuno recordar la enumeración de santa Teresita, muy poco tiempo antes de morir: ¿No es en la oración en la que los santos Pablo, Agustín, Juan de la Cruz, Tomás de Aquino, Francisco, Domingo y tantos otros amigos ilustres de Dios encontraron esta ciencia divina que admira a los más grandes genios? ¡Admirable sentido de Iglesia y de su historia, que pocos especialistas en Patrología o en historia de la Teología o de la espiritualidad hubieran igualado en una enumeración diríamos improvisada!
Según santo Tomás, aunque los carismas pertenezcan a pocos y la gracia santificante esté destinada a todos no hay que deducir de esto que los carismas tengan mayor excelencia que la gracia; la dignidad o excelencia no se mide por la «particularidad» o escaso número, sino por el orden de las cosas: las de menor perfección se ordenan a las de mayor dignidad y perfección.
En la economía de la salvación, todo carisma se ordena a la gracia santificante, es decir lo que tienen pocos, se ordena a lo que todos están llamados a tener; lo particular se ordena a lo más común, que es precisamente lo más excelente.
Según santo Tomás, la perfección cristiana no consiste esencialmente en la práctica de los consejos, sino en el cumplimiento perfecto de los preceptos. El nuevo Catecismo, reiterando algo que estaba ya en el Catecismo tridentino, subraya que el «sacerdocio ministerial» se ordena al «sacerdocio común» de que todo cristiano participa como miembro de Cristo y partícipe de su dignidad regia, profética y sacerdotal.
Santa Teresita tuvo el carisma de anunciar esta vocación universal a la santidad y este consistir la santidad en el cumplimiento de la voluntad divina.
Cantaba a María:

«El estrecho sendero de los Cielos
tú lo has hecho accesible, practicando
las virtudes sencillas de los pobres».

Recordemos también la intencionada alusión en la poesía: «la rosa deshojada»:

«Señor, en tus altares hay más de una rosa fresca
a quien le gusta brillar.
Ella se entrega a ti, pero yo sueño otra cosa:
deshojarme».

Digamos enseguida que este «deshojarse» tiene que ver con aquella práctica definición del amor. «¿Qué es el amor?», le preguntan, y responde: «Es la inmolación de sí mismo», y también que «es propio del amor abajarse» para hacer bien, para comunicar el bien.

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En el prólogo del libro cita el cardenal Jubany una frase de André Combes: «En el régimen del Evangelio todo pecador es un santo que desconoce su vocación».
Por cierto que santa Teresita está mucho en esta convicción, pero más expresamente hallamos en ella afirmaciones que podríamos resumir diciendo: en la actual economía de la humanidad redimida por Cristo todo santo es un redimido, consciente de ser un pecador redimido. «Si dijéramos que no tenemos pecado no está en nosotros la verdad de Dios y somos mentirosos». «No he venido a salvar a los justos sino a los pecadores». «Son los enfermos y no los sanos los que tienen necesidad de médico».
En santa Teresita, que se nos muestra en lo visible como la santa más parecida a María, brilla admirablemente con el reconocimiento agradecido de haber sido preservada por la gracia de Dios del pecado, y de no haber negado nunca nada a nuestro Señor; la conciencia de ser objeto de misericordia, de no deber nada a su propio mérito, de haber sido escogida liberalmente, gratuitamente, por el amor misericordioso de Dios.

De aquí que en su mensaje de infancia espiritual, es central la afirmación de que «es la confianza y sólo la confianza la que debe llevarnos hasta el amor» como escribe a su hermana María del Sagrado Corazón a la que dice: «si no me comprendéis es porque sois un alma demasiado grande». Es sumamente importante la afirmación suya de que no es por haber sido preservada del pecado por lo que siente confianza, puesto que confiaría aunque estuviera cargada de pecados; y cita un pasaje de la vida de los Padres del desierto, que fue lo que ya no pudo escribir con su lápiz, porque se le aceleraba la debilidad que le llevó a la muerte.
Esta inocencia, absolutamente humilde y agradecida a la misericordia de Dios, recuerda a María. Santa Teresita cita precisamente las palabras del Magnificat al decirle a la priora María de Gonzaga: «soy ahora demasiado pequeña para tener vanidad, y también soy demasiado pequeña para saber construir bellas frases dirigidas a hacer creer que es mucha mi humildad; prefiero convenir con sencillez que “el Todopoderoso ha obrado en mí grandes cosas”; y la mayor es haberme mostrado mi pequeñez, mi impotencia para todo bien».

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También aquí podemos notar que es santo Tomás de Aquino quien, afirmando que la perfección consiste esencialmente en la caridad teologal, y que el fundamento de la «justificación», obra de la gracia operante que nos traslada del pecado a la adopción divina de hijos, es la fe, advierte también que, en la disposición del sujeto, la humildad, parte de la modestia, es decir virtud en el orden moral de menor entidad que la justicia, la prudencia o la fortaleza, y la parte más sencilla de la templanza, la más fácil –lo difícil es la soberbia y por esto es tan culpable–, la humildad es también, en un sentido más «básico», el fundamento de la vida cristiana. Sin humildad no se recibe la gracia de la justificación por la fe ni se puede tener esperanza teologal, que requiere el confiar sólo en Dios y la total desconfianza de sí mismo, y por lo mismo no se puede llegar al amor por la confianza filial en Dios sin ser humilde. «Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes».
Santa Teresita habla un lenguaje preciso y verdadero cuando dice que sólo por la confianza se llega al amor, y habla también con precisión al calificar como la mayor gracia recibida la del conocimiento de su impotencia para todo bien, de su pequeñez.

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Probablemente nos iluminará mucho considerar también las palabras de Teresita del Niño Jesús a su hermana María, entristecida y en el fondo «envidiosa» por la grandeza de deseos de martirio por el cielo grande como el universo que santa Teresita expresa en su carta. Le dice: «Mis deseos de martirio no son nada. Podrían ser aquellas riquezas de iniquidad que hacen injusto si uno se apoya en ellos y piensa que son algo grande». Aquí santa Teresita, ciertamente guiada por su único director que es Jesús, nos enseña lo mismo que el gran doctor Juan de la Cruz nos enseñó: la pobreza de espíritu como exigencia de no sentirnos propietarios y no sentirnos ensorbebecidos por nuestras virtudes o por los dones divinos que hayamos recibido.

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Mi maestro el P. Orlandis decía que santa Teresita había sido la mensajera de una «democracia» divina en la vida espiritual. Enseña a no buscar los primeros lugares y enseña a encontrar a Dios donde quiera que estemos, y a buscar preferentemente el único lugar no envidiado, que es el último; y enseña el modo de no turbarse por ninguna tentación de vanidad. Si creemos que por nosotros mismos podemos ser algo grande, nos daremos cuenta de que sin la ayuda de Dios nada podemos, y nuestro remedio será reconocernos frágiles, y dirigir nuestra súplica a la misericordia del Señor.
Esta actitud, por la que nos alineamos con los débiles vanidosos en cuanto sentimos la vanidad, llega a la mayor audacia cuando santa Teresita habla en primera persona del plural de las tentaciones de los incrédulos, cuando Dios la hizo sentar en la mesa de éstos, en amarga y oscura y prodigiosa tentación contra la fe que llenó casi el último período de su vida.
El misterioso designio de Dios por santa Teresita está todavía por revelarse en su plenitud; sólo podemos entrever algo de este misterio. En los anhelos de salvación de los pecadores, de los incrédulos, en la invocación y «conjuro» a que Dios dirija su mirada sobre una legión de almas pequeñas, parece contenerse un mensaje no sólo doctoral sino profético. Nos quedamos silenciosos y expectantes a la escucha del llamamiento divino.


Notas:

[1] Carisma deTeresa de Lisieux. Su itinerario espiritual a la luz de sus «Manuscritos autobiográficos», de Ángel de les Gavarres, prólogo del cardenal Narciso Jubany. Barcelona, 1993, Editorial ESINSA. El acto de presentación, presidido por el propio cardenal Jubany, tuvo lugar en el salón de actos de Balmesiana, el día 15 de diciembre de 1993.