A propósito de la unidad espiritual de Europa

Francisco Canals Vidal,
Editorial de Cristiandad 201 (1952) 283-284

La Majestat de Batlló, s. XII

La Majestat de Batlló, s. XII

«La verdad es que ni en el periodo medieval ni en tiempo alguno, ha habido en Europa unidad espiritual ni de ninguna especie». Esta rotunda negación pudimos leerla hace algunos meses en la prensa de Barcelona, en unos artículos donde se daba violenta réplica a la tesis que, en las conferencias que acababa entonces de pronunciar en nuestra Patria, había sostenido el historiador inglés Cristopher Dawson.

Aquella categórica y segura expresión viene a dar por resuelto, de modo precipitado y simplista, un problema que no es de ningún modo asunto de erudición superflua, sino de tanta mayor actualidad, cuanto que hoy, en que tanto se habla de la unidad de Europa, se ha venido a sentir con apremiante urgencia la falta de una solidaridad profunda entre las naciones europeas.

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En un documento que Cristiandad se ha complacido en citar y comentar con insistencia, aquel en que Pío XI exponía al mundo el programa de su Pontificado y promulgaba las consignas de que nació la moderna Acción Católica, explicando, en el año 1922, por qué la Sociedad de Naciones debía necesariamente fracasar, afirmaba:

«No hay institución humana alguna que pueda imponer a todas las naciones un código de leyes comunes acomodado a nuestros tiempos. Túvolo sin embargo en la Edad Media aquella verdadera Sociedad de Naciones que fue la comunidad de los pueblos cristianos. En la cual, aunque muchas veces era gravemente violado el Derecho, sin embargo, la santidad del Derecho mismo permanecía siempre en vigor como una norma según la cual eran juzgadas las mismas naciones».

Y en aquel mensaje que Pío XII dirigió a toda la Humanidad al comienzo de su Pontificado, decía también el Pontífice reinante:

«La negación del fundamento de la moralidad tuvo en Europa su raíz originaria en la separación de aquella doctrina de Cristo de que es depositaría la cátedra de Pedro; la cual había dado un tiempo cohesión espiritual a Europa».

Y hablando de esta época, anterior a la separación protestante, que es evidentemente la Edad Media, añadía:

«Cuando Europa fraternizaba en idénticos ideales recibidos de la predicación cristiana, no faltaron disensiones, sacudimientos, guerras que la desolaron, pero tal vez jamás se experimentó como en nuestros días el penetrante desaliento sobre la posibilidad de arreglo estaba viva entonces aquella conciencia de lo justo y de lo injusto, de lo lícito y de lo ilícito, que posibilitaba los acuerdos… En nuestros días, por el contrario, las disensiones no provienen únicamente del ímpetu de las pasiones rebeldes, sino de una profunda crisis espiritual que ha trastornado los sanos principios de la moral privada y pública».

Un código común imperando sobre la vida de los pueblos y con arreglo al cual estos mismos eran juzgados, una cohesión espiritual fundada en la doctrina de Cristo y mantenida por el efectivo ejercicio por la Iglesia de su misión divina de custodiar la santidad del Derecho. Una identidad de ideales recibidos de la predicación cristiana que animaban a todos los pueblos de Europa. Tal es el juicio que en estos pasajes y en muchos otros análogos de las Encíclicas, se formula acerca de la época misteriosa y discutida que llamamos Edad Media.

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Interior de la Catedral de Durham

Interior de la Catedral de Durham

Será conveniente que hagamos ahora una observación: Es desgraciadamente probable que, al ver citados por nosotros estos textos de Pío XI y de Pío XII, se produzca en algunos, real o fingido, un movimiento de disgusto y aun de escándalo: Se apresurarán tal vez éstos a acusar de impertinente la cita de dichos documentos pontificios y a acusar nuestro atrevimiento —que nos atribuirán sin duda— de pretender dar así el problema por resuelto. Y nos vendrán a recordar también que a este juicio acerca de la Edad Media no puede atribuírsele la autoridad de una enseñanza infalible.

Pues bien: no se inquieten ni se escandalicen.[1] Precisamente porque Cristiandad fue desde su principio abiertamente, y espera seguir siéndolo cada día más con la gracia de Dios, propagandista de la docilidad y confianza filiales hacia el Vicario de Cristo, nos guardaremos de atribuir por nuestra cuenta a las palabras de los Papas una intención que en sí mismas no tengan. En este caso no parece que el juicio que en éstos y análogos pasajes se expresa, se refiera a algo tratado «de propósito y con voluntad de pronunciar una sentencia», sino que se aduce indirectamente a modo de ilustración histórica de una doctrina que sí es el objeto propio de la enseñanza pontificia.

Pero si los textos pontificios citados no contienen un juicio infalible, es claro que sí contienen una afirmación seria: queremos decir que los Papas formulan en ellos seriamente un juicio sobre la Edad Media, completamente opuesto, como es evidente, al que ha estado en boga aceptar durante siglos en el ambiente del humanismo y del progresismo europeo y americano. Y este carácter de la afirmación formulada por tan eminentes Pontífices, no creemos que pueda hacerse olvidar con la cómoda alegación de que se trata en tales casos de «fórmulas de la Curia romana»; confesamos que no creemos en la existencia de tales formulismos, que quitarían evidentemente la seriedad al modo de hablar de los documentos pontificios.

Y por esto, y sin atribuir a las palabras pontificias mayor autoridad que aquélla que en sí mismas tienen, según la intención de los mismos Papas, confesamos que nosotros creemos en lo que afirman acerca de la Edad Media. Sin embargo, el intento de este número no consiste en una comprobación y solución del problema, sino más propiamente en su planteamiento. Y esperamos que los apologistas de la problematicidad y de la duda nos concederán el derecho a ello y nos permitirán que no nos consideremos obligados a acatar la tesis expresada en las palabras que al principio citábamos, en las que, a juzgar por su tono absoluto, parece ciertamente querer darse la cuestión por zanjada.

Quisiéramos, pues, que nuestros lectores se vieran estimulados a pensar seriamente acerca de esta cuestión de la unidad espiritual de Europa, de importancia decisiva para los presentes y futuros caminos a seguir:

¿Existió en verdad, en Europa, en los siglos medievales, en aquellas sociedades en que indudablemente continuaban vigentes importantes restos de barbarie que afeaba incluso a la religión misma, una cohesión espiritual, una identidad de ideales?

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Mosaico de Cristo Pantocrator estilo bizantino en Catedral de Cefalù, Sicilia

Mosaico de Cristo Pantocrator estilo bizantino en Catedral de Cefalù, Sicilia

La trascendencia y actualidad de este problema consiste principalmente en esto: Al negar que ni en la Edad Media ni en ninguna época haya existido en Europa la unidad espiritual, se pretende, en el fondo, presentar como utópica aquella ordenación cristiana de la sociedad, que, según enseñanza constante, y ésta sí explícita y directa, de los Papas, es para el mundo la única garantía de la paz.[2]

Reiteradamente, en efecto, los Sumos Pontífices han insistido en afirmar que la obra de pacificación de la sociedad humana, que es oficio esencial y propio de la Iglesia, sólo puede realizarse en la medida en que, aceptando las naciones en su vida pública y en sus relaciones internacionales los derechos de Dios y de la Iglesia, pueda ésta ejercer sobre una sociedad, así cristianamente constituida, su misión de custodia y guardiana del derecho de gentes.

Para recusar la validez de esta doctrina de la «Paz de Cristo en el Reino de Cristo», sin necesidad de negar explícitamente este fundamental principio práctico, formulado de propósito y de modo decisivo en los documentos pontificios, sirve, pues, la negación de que haya tenido nunca realidad, siquiera imperfecta, esta ordenación cristiana; la acción de la Iglesia, se dice, nunca ha contribuido eficazmente a producir una identidad de ideales y una cohesión espiritual entre los pueblos de Europa: el ejemplo histórico que aducen los Papas para ilustrar su doctrina no es sino un sueño de reaccionarios románticos.

Esta negación de la existencia histórica de la Cristiandad, además de contribuir a presentar como estéril utopía el ideal mismo de una sociedad cristiana, sirve también para conseguir otro efecto no menos nefasto: por ella una sociedad que se ha separado y opuesto públicamente a la Iglesia de Cristo, una sociedad apóstata, pretende librarse del remordimiento y del peso de sentir la tremenda amenaza presente como un trágico castigo divino, tal como lo presentaba, por ejemplo, Pío XII en su Mensaje de Navidad del pasado año:

«A este exceso casi intolerable ha llevado la defección de no pocos de la fe cristiana. Y al delito de alejarse de Cristo diríase que Dios ha contestado con el flagelo de una amenaza permanente a la paz y de la angustiosa pesadilla de la guerra».

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La cuestión que planteamos, y cuya actualidad creemos, pues, que no escapará a nuestros lectores, no podría ser plenamente esclarecida, no ya en un solo número de esta revista, pero ni en un extenso volumen. Muchísimos problemas y complejos aspectos de la historia de los siglos medievales deberían ser investigados para precisar las fases del proceso de la formación y decadencia de la Cristiandad medieval.

Para iniciar, pues, en este número el estudio de la cuestión, nos ha parecido que el método más oportuno y eficaz, el menos expuesto a encerrarse en vagas generalidades, era el de llevar la atención del lector a considerar un hecho concreto: un Concilio medieval; hemos escogido el que se celebró en Reims en 1119 bajo Calixto II, que en sí mismo por las circunstancias que motivaron su reunión y por el momento en que se celebró tiene considerable importancia histórica, pero que presentamos sobre todo a modo de ejemplo, en el que puedan verse concretados y vivos algunos aspectos fundamentales de la fisonomía histórica de la Cristiandad medieval. De esta manera, tendrá el lector la oportunidad de asistir a una de aquellas Asambleas que tanto influjo ejercieron en aquellos siglos, a través del texto venerable e ingenuo de un cronista contemporáneo.

Nos parece que nada mejor que esta contemplación podría servir para sugerir al lector una imagen real de aquellas sociedades en que a pesar de la barbarie que al decir de Balmes afeaba a la religión misma, y a pesar del ímpetu de las pasiones rebeldes, alcanzó la Iglesia a ejercer su influjo civilizador, a «templar aquella barbarie» y a hacer imperar muchas veces de un modo efectivo sobre los pueblos y los reyes los principios del derecho cristiano. Y conseguirá, así, acercarse a aquella realidad que describía el P. Ives de la Brière:

«Durante muchos siglos, existió no sólo en los sueños de los poetas, en las meditaciones de los filósofos o en los protocolos de las cancillerías, sino en las instituciones y en los hechos, una auténtica “Sociedad de Naciones”. Y es ella la que representa, en favor del reino de la paz y de la justicia, la tentativa menos ineficaz que registra la historia: La Cristiandad de la Edad Media».[3]


Notas

[1] Este movimiento de nerviosismo se produce con demasiada frecuencia no ya ante el temor de que se atribuya autoridad infalible a los pasajes en que los Papas no establecen definitivamente una cuestión, sino ante el mismo ejercicio indudable de la misma infalibilidad. Se tiende a considerar erróneamente como la suprema vida del entendimiento la investigación y búsqueda, y se desconoce la suprema perfección de la posesión cierta de la verdad. Por esto la misión docente de la Iglesia es considerada como un freno y no como la liberación del error y de la duda por la verdad que hace libres. Así bajo la apariencia de modestia con que se exalta el valor de lo problemático y de lo dudoso se oculta a veces una sutil divinización de aquello que es en el entendimiento el signo de su potencialidad y finitud. Pe este modo parecen esforzarse los hombres de hoy en parecerse a aquellos de quienes San Pablo aconsejaba a Timoteo que se apartase: «Semper discentes, et numquam ad scientiam veritatis pervenientes».

[2] Véase Ubi arcano, n. 35-40. Quas Primas, n. 1. — Publicadas en “Al Reino de Cristo por la devoción a su Sagrado Corazón”. Véase también Cristiandad 108-109-111 (15-IX; 1-X y l-XI de 1948).

[3] «La Société des Nations»: en Cristiandad 109 (1948) 428