Cristiandad 682 (enero 1988)
En pocos momentos de la historia de la Iglesia ha acompañado a la afirmación de la fe y a su definición frente al error herético por los obispos de la Iglesia, el gozo exultante y la alegría manifiesta del pueblo fiel —dejando expresado en el recuerdo de los siglos el sentido de la fe del pueblo cristiano— como en el momento en que el concilio de Éfeso en el año 431 proclamaba a María Madre de Dios rechazando la doctrina de Nestorio.
En aquel Concilio, combatido ya en el momento de su celebración cual ninguno anterior o posterior, tuvo el papel, con el apoyo de la Sede Romana, de representante y adalid de la fe católica, el Patriarca alejandrino san Cirilo.
Como verá el lector en páginas de este número, la hostilidad hacia el gran Doctor de la Encarnación, o por lo menos el recelo y la antipatía hacia sus actitudes y enseñanzas, se mantuvo a lo largo de los siglos, y en nuestros días, como lo advirtió el papa Pío XI en su encíclica Lux veritatis, y como insistió también en subrayar el eminente teólogo Bartolomé M.ª Xiberta O.C. resurgió, con el intento de dar de nuevo prestigio a sus adversarios, y desplazar de la teología católica las concepciones más características, tenidas por rígidas o excesivas, del gran Doctor de la unidad de Cristo y la maternidad divina de María.
En el presente Año Mariano, en el que presenciamos esperanzados y gozosos el resurgimiento del culto y devoción a María entre el pueblo cristiano, parece oportuno reflexionar acerca del sentido del dogma de Éfeso y de la enseñanza de san Cirilo de Alejandría.
Si atendemos a los «símbolos» en que se fue expresando con creciente precisión la fe en Jesucristo, el Hijo de Dios, Salvador de los hombres, advertiremos que en ellos, después de afirmar la fe en «Dios Padre Omnipotente», la palabra por la que anunciamos lo que creemos, y en quien creemos, se dirige en seguida a «Jesús, el Cristo, el Único Señor, Hijo de Dios unigénito, nacido del Padre antes de todos los siglos, engendrado y no creado, consubstancial con el Padre, y por Quien todas las cosas han sido creadas».
De este Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios, de quien se profesa así su eterna divinidad, pero a quien se nombra primeramente con su nombre «humano», Jesús, se dice que «por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó de los cielos».
Jesús, el Hijo de María de Nazaret, el «Hijo del artesano», el Hijo de David y de Abraham según lo presenta en sus primeras páginas el evangelista Mateo, es el Eterno Hijo de Dios que baja del cielo por nosotros para salvamos.
Para venir a salvarnos, su «descenso» consiste en hacerse en todo semejante a nosotros excepto en el pecado. Realiza esto «encarnándose», por virtud del Espíritu Santo «de María Virgen», y así se hace Hombre, «nacido de mujer».
Si no queremos ignorar que nuestro Salvador el que había sido prometido como Emmanuel, es verdaderamente «Dios con nosotros», y no queremos desconocer la dispensación misericordiosa por la que el Padre envía a su Hijo al mundo, hemos de proclamar que María, la Virgen sobre la que desciende la virtud del Altísimo para que de ella nazca el Santo, el Hijo de Dios, es madre de quien ha venido a ser Hombre haciéndose su Hijo.
La enseñanza de san Cirilo de Alejandría, en cuanto «predicador de la recta fe de los cristianos», como afirmó el Concilio de Constantinopla de 553, —v de los Ecuménicos—se dirigía a esto: si llamamos a María Madre de Cristo, en cuanto que es un hombre, y no reconocemos que Este, que de Ella nace, es el Verbo que toma carne en sus entrañas, dividimos a Jesucristo nuestro Salvador.
Cualquier lenguaje que surgiera una «separación» de personas e hipóstasis subsistentes entre el Verbo Hijo de Dios, y Jesús el Cristo, destruye la unidad de nuestro Dios y Salvador Jesucristo; y con ello también, consecuentemente, anula el sentido mismo del designio misericordioso de la «divina dispensación» que viene a restaurar en la humanidad pecadora, por Jesucristo, la gracia divinizante por la que somos participativa y adoptivamente verdaderos hijos de Dios.
El misterio entero de Cristo y el sentido entero del anuncio evangélico caen, destruyendo la fe en la divinidad de Jesucristo definida en el Concilio de Nicea, si no queremos proclamar a la Virgen Madre del Emmanuel, verdadera y propiamente Madre de Dios.
«Si alguno no confiesa que el Emmanuel es verdaderamente Dios, y que la Santa Virgen es, así, Madre de Dios, puesto que engendró en la carne al Verbo de Dios hecho carne, sea anatema».
Mientras el pueblo fiel clamaba: «Viva María Madre de Dios» con antorchas en sus manos, el Concilio presidido por san Cirilo de Alejandría, aprobado por el papa san Celestino I, y reconocido para siempre por la Iglesia corno asistido e inspirado por el Espíritu Santo, condenaba como incompatible con la fe ortodoxa en Jesucristo, la negación a María del título de verdadera Madre de Dios.
La intención, se dice, se dirigía a afirmar la unidad de Jesucristo, su unidad personal e hipostática. Esto es verdadero con tal que no se minimice el carácter inseparable de la profesión de la fe en Jesús el Hijo de Dios y la afirmación de la Maternidad divina de María.
En el misterio de la divina «economía» el descenso de Dios, que ama a los hombres, es elevación divinizante de la humanidad caída por la Capitalidad y mediación del nuevo Adán. Quien desciende en cuanto que siendo Dios se hace hombre, es elevado como primogénito de toda la creación, sentado a la diestra de Dios Padre, y así Jesús es exaltado en cuanto Hombre, y con Él somos también nosotros llamados a la filiación divina y a la resurrección con Él.
Esta divina «economía» fue prometida, y ha sido realizada, dignándose Dios mismo disponer la obra redentora, que solo de Dios puede proceder, haciéndola surgir misericordiosamente de la tierra de la humanidad y como fruto suyo.
Las «enemistades» entre la Mujer y la serpiente prometen a la humanidad la Mujer y su descendencia, «que aplastará su cabeza». El Redentor es prometido como Hijo de la Mujer, y así los Santos Padres vieron en María la nueva Eva de la nueva humanidad que tiene en Cristo su Cabeza.
A Abraham y a David se anuncia la promesa de la Redención, y así María puede expresar su acción de gracias por lo que Dios ha obrado en Ella como cumplimiento de lo prometido a Abraham, misericordia obrada en su pueblo, Israel.
Ningún culto desordenadamente humano, que sería idolátrico, se da en la tradición cristiana de Oriente y Occidente con relación a María la Madre de Dios. Al llamarla Bienaventurada todas las generaciones cantan la gloria de la gracia divina en la que Ella creyó y por la que se le dio a Ella para salvación de todos los hombres la que el papa Juan Pablo II ha llamado la «gracia de la divina Maternidad».
Por el contrario, todas las negaciones, vacilaciones y resistencias en el reconocimiento de la función materna de María en la historia de la salvación, y toda minimización de su título de Madre de Dios se conexionan con el correlativo obscurecimiento de la naturaleza divina del Salvador de los hombres, Jesús, su Hijo.
En nuestros días, primero en el mundo protestante y después también tristemente en el mundo católico, resurge el concepto de Jesús meramente humano, y con esto se obscurece la fe de la Iglesia en su concepción virginal y en su Resurrección, mientras la obra redentora se desfigura en lo inmanente y en lo intrahistórico de una autosuficiencia soberbia que nuevamente se orienta a hablar de la salvación del hombre por el hombre.
El dogma de Éfeso y la enseñanza de san Cirilo de Alejandría «anunciador de la recta fe de los cristianos» conviene que brillen siempre en el culto, la espiritualidad y la doctrina. Tenemos en María, Madre de Dios, una llamada permanente a la fidelidad al Evangelio de Cristo, y por esto también el camino insubstituible que puede llevarnos fielmente a cumplir el designio divino, expresado en el Concilio Vaticano II, la esperanza ecuménica de la unidad de todos los cristianos.
Los «reformados» de Occidente, herederos de una ruptura secular impulsada por el pretexto o el malentendido del obscurecimiento en la Iglesia Romana de la salvación del hombre por la gracia de Cristo, comprenderán la integridad de la fe de la Iglesia, cuanto más nosotros nos asociemos a María en el agradecimiento por la dignación misericordiosa de quien obró en ella cosas grandes, y cuanto más la proclamemos como «bienaventurada porque ha creído».
El Oriente cristiano no superará las distancias que desde siglos le separan del Occidente sino en cuanto brille espléndidamente en la Iglesia Católica la perenne luminosidad y fuerza de lo que se enseñó gozosamente en el Concilio de Éfeso de 431 y defendió intrépidamente, con ferviente fidelidad al Evangelio, el gran Doctor de la Encarnación, san Cirilo de Alejandría, y después de él el lenguaje cristiano de todos los tiempos.
Francisco Canals Vidal