La esperanza cristiana en la liturgia de Adviento

Francisco Canals Vidal
Cristiandad 
774 (Lll/ diciembre 1995) 265

El doble advenimiento de Cristo Nuestro Señor

Mosaico de Cristo Pantocrator estilo bizantino en Catedral de Cefalù, Sicilia

Mosaico de Cristo Pantocrator estilo bizantino en Catedral de Cefalù, Sicilia

El tiempo del Adviento inicia el año litúrgico y precede inmediatamente a la solemnidad del nacimiento del Señor. No sólo esta continuidad en los respectivos ciclos, sino muchas de las lecturas, antífonas y oraciones de esta etapa dan fundamento a la consideración que ve en el «advenimiento» anunciado y esperado, la venida en carne del Hijo de Dios concebido por el Espíritu Santo en el seno de María y nacido en Belén de Judá para ser nuestro salvador.

Este aspecto del Adviento es comúnmente conocido por los fieles, y siempre oportunamente recordado en la enseñanza catequística y en la predicación homilética. Pero en la liturgia del Adviento aparece internamente relacionado con otra dimensión fundamental de la fe y de la esperanza cristiana: la que profesamos en el Credo al decir: «Y de nuevo vendrá con gloria a juzgar a los vivos y a los muertos. Y su Reino no tendrá fin».

El «advenimiento» de Cristo no es sólo el primer advenimiento, en humildad y ocultamiento de su divinidad, para compartir nuestra pequeñez humana, dar ejemplo de anonadamiento, y consumar nuestra Redención por el sufrimiento y la muerte, sino también el segundo advenimiento, glorioso, para juzgar como Rey al Universo.

Desde el primer domingo de este ciclo, y desde el inicio de su liturgia en el «oficio de lectura», en el texto de la catequesis de San Cirilo de Jerusalén, obispo y Doctor de la Iglesia, hallamos:

«Anunciamos la venida de Cristo pero no una sola, sino también la segunda, mucho más magnífica que la anterior. La primera llevaba consigo un significado de sufrimiento; esta otra, en cambio, llevará la diadema del Reino divino.

»Pues casi todas las cosas son dobles en nuestro Señor Jesucristo. Doble es su nacimiento: uno, de Dios, desde toda la eternidad; otro, de la Virgen en la plenitud de los tiempos. Es doble también su descenso: el primero, silencioso como la lluvia sobre el vellón; el otro manifiesto, todavía futuro.

»En la primera venida fue envuelto en pañales en el pesebre; en la segunda se revestirá de luz como su vestidura. En la primera soportó la Cruz, sin miedo a la ignominia; en la otra vendrá glorificado, escoltado por un ejército de Ángeles. No pensamos pues en la venida pasada; esperamos también la futura. Y habiendo proclamado en la primera: Bendito el que viene en nombre del Señor, diremos eso mismo en la segunda; y saliendo al encuentro del Señor con los Ángeles, aclamaremos adorándolo: Bendito el que viene en nombre del Señor.

»El Salvador vendrá, no para ser de nuevo juzgado, sino para llamar a su tribunal a aquellos por quienes fue llevado a juicio. Aquel que antes, mientras era juzgado, guardó silencio, refrescará la memoria de los malhechores que osaron insultarle cuando estaba en la Cruz, y les dirá: esto hicisteis y yo callé. De ambas venidas habla el Profeta Malaquías: De pronto entrará en el Santuario el Señor que vosotros buscáis. He ahí la primera venida.

»Respecto a la otra, dice así: «El mensajero de la Alianza que vosotros deseáis: miradlo entrar –dice el Señor de los ejércitos– ¿Quién podrá resistir el día de su venida? ¿Quién quedará en pie cuando aparezca? Será un fuego de fundidor, una lejía de lavandero: se sentará como un fundidor que refina la plata».

»Escribiendo a Tito, también Pablo habla de esas dos venidas en estos términos: «ha aparecido la gracia de Dios y trae la salvación para todos los hombres; enseñándonos a renunciar a la impiedad y a los deseos mundanos; y a llevar ya desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa, aguardando la dicha que esperamos: la aparición gloriosa del gran Dios que es Jesucristo». Expresa su primera venida dando gracias por ella; pero también la segunda, la que esperamos.

»Por esta razón en nuestra profesión de fe tal como la hemos recibido por Tradición, decimos que creemos en aquel que subió al Cielo, y está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y a muertos, y su Reino no tendrá fin.

»Vendrá pues desde los cielos Nuestro Señor Jesucristo. Vendrá ciertamente hacia el fin de este mundo, en el último día, con gloria. Se realizará entonces la consumación de este mundo, y este mundo que fue creado al principio, será otra vez renovado».[1]

Consumación y renovación: «El Reino de Cristo, presente ya en su Iglesia, no está todavía acabado…»

Con frecuencia las expresiones que se refieren a «la venida del Señor para juzgar», «al fin del mundo», «la consumación de este mundo» sugieren un misterioso e instantáneo momento.

Momento a partir del cual –se piensa–, deja de existir el universo del tiempo y de la historia; con el final juicio divino ya la Iglesia es definitivamente triunfante y celeste. Los redimidos, ya resucitados, viven en la eterna felicidad, que es el término a que tiende finalmente y a que se ordena todo cuanto se da en la temporalidad y en la historicidad de los pueblos y de la Iglesia militante.

La esperanza teologal, que se apoya en las Promesas de Dios y en su gracia, no tiene otros contenidos definitivos más que los referentes a la gloria celeste. Toda la escatología, es decir, la teología de las últimas cosas, se concentra en la cuádruple verdad recordada en la enseñanza catequística: la muerte, el juicio de Dios –particular y universal– el infierno y la gloria.

Más que un sistema teológico, o que una explicación catequística elemental, aquel conjunto de ideas más bien podría definirse por la falta de atención e incluso tal vez la ignorancia sobre muchos contenidos de la Sagrada Escritura, de la Tradición apostólica y eclesiástica, insistentemente expresados en la liturgia.

Me refiero a contenidos pertenecientes a la esperanza cristiana en su sentido más profundo, como virtud teologal, por cuanto se refieren constantemente a los anuncios de los Profetas reiterados en la predicación apostólica.

Estos contenidos de la esperanza no expresados en aquella fórmula cuádruple, llenan la liturgia de Adviento, y pueden ser hoy más luminosamente manifiestos por las ricas formulaciones que hallamos en el nuevo Catecismo de la Iglesia católica, promulgado el día 11 de octubre de 1992.

«Ya presente en la Iglesia, el Reino de Cristo sin embargo, no está todavía acabado con el Advenimiento del Rey sobre la Tierra con «gran poder y gloria».[2]

El cordero inmolado, Ap 5.

El cordero inmolado, Ap 5.

Si seguimos leyendo el número 671 y siguientes, en los que se relaciona explícitamente el advenimiento glorioso de Cristo con el cumplimiento de las promesas a Israel, el significado de la palabra acabado dejará de tener para nosotros el sentido de «cesación» o de momento último de la existencia de algo.

El «acabamiento», la «culminación» o «consumación» tiene el significado de la plenitud de ser a que tiende un proceso, y en la que algo alcanza su perfección consumada. Es decir, lo que la Iglesia está destinada a ser en el designio de Dios, sólo se consumará plenamente en la segunda venida gloriosa del Señor a la Tierra.

Que este acabamiento o consumación se da, en un sentido verdadero, en la misma historia temporal, aunque en tensión esperanzada hacia la suma plenitud en la eternidad celeste, lo podemos advertir en las palabras del propio Catecismo, que en su numero 672 nos dice:

«La venida del Mesías glorioso en un momento determinado de la historia (cf. Rm. 11, 31) se vincula al reconocimiento del Mesías por todo Israel (Rm 11, 26; Mt. 23, 39)… San Pedro dice a los judíos de Jerusalén después de Pentecostés: “Arrepentios, pues, y convertios para que vuestros pecados sean borrados, a fin de que el Señor venga al tiempo de la consolación y envíe a Cristo, que os había sido destinado, a Jesús, a quien debe retener el cielo hasta el tiempo de la restauración universal de que Dios habló por boca de sus Profetas” (Hch. 3, 19-21) “La entrada de la plenitud de los judíos en la salvación mesiánica hará al Pueblo de Dios llegar a la plenitud de Cristo” (Efesios 4, 13)».[3]

Esta afirmación que refiere la plenitud del pueblo de Dios en Cristo a la entrada de los judíos en la salvación mesiánica, nos sitúa en el ambiente del iluminador texto del Concilio Vaticano II:

«La Iglesia tiene siempre ante sus ojos las palabras del Apóstol Pablo, sobre sus hermanos de sangre, a quienes pertenece la adopción y la gloria, la alianza, la Ley, el culto y las promesas; y también los Patriarcas, de quienes procede Cristo según la carne (Rm. 9,4-5), hijo de la Virgen María. Recuerda también que los Apóstoles, fundamentos y columnas de la Iglesia, nacieron del pueblo judío, así como muchísimos de aquellos primeros discípulos que anunciaron al mundo el Evangelio de Cristo.

»Como afirma la Sagrada Escritura, Jerusalén no conoció el tiempo de su visita, gran parte de los judíos no aceptaron el Evangelio, e incluso no pocos se opusieron a su difusión. No obstante, según el Apóstol, los judíos son todavía muy amados de Dios a causa de sus Padres porque Dios no se arrepiente de sus dones y de su vocación. La Iglesia, juntamente con los Profetas y el mismo Apóstol espera el día, que sólo Dios conoce, en que todos los pueblos invocarán al Señor con una sola voz y le servirán como un solo hombre (Soph. 3,9)».[4]

Al vincular este reconocimiento por parte de Israel de Cristo como el Mesías a la venida gloriosa de Cristo al mundo como su Rey y Juez, el Catecismo viene a reasumir enseñanzas que durante siglos muchos escritores eclesiásticos habían enunciado en el diálogo con las objeciones de los judíos incrédulos acerca del cumplimiento en Cristo de las profecías mesiánicas.

San Justino el Filósofo en diálogo con los judíos

A mediados del siglo n San Justino, llamado el Filósofo, y que murió como mártir de la fe cristiana, era así interpelado por el judío Tryfón:

«Vamos a ver, dime –exige Tryfón a Justino– ¿reconocéis vosotros que Jerusalén será restaurada, nuestro pueblo nuevamente reunido, y esperáis vosotros triunfar junto con los Patriarcas y los Profetas y con los que fueron de nuestro linaje? ¿O es que, para aparentar que nos vencéis en la disputa, os refugiáis en la aceptación de esto?»

San Justino se indigna de la sospecha de hipocresía incluida en la pregunta del judío incrédulo, y con toda sinceridad describe las distintas actitudes que se hallan entre los cristianos, pero también la necesidad de no confundir a los cristianos con los herejes que blasfeman del Dios de Israel y maldicen a Israel y a todo lo que Dios ha creado:

«No soy tan miserable para decir una cosa que no sientó. Ya te he dicho que yo y muchos otros cristianos pensamos así, de manera que tenemos como absolutamente cierto que sucederá cuanto dices.

»También reconozco que otros muchos, incluso de los que pertenecen al linaje de los cristianos, no admiten esta doctrina pura y piadosa.

»Así pues, yo y los cristianos que sienten en todo rectamente sabemos esto: Creemos en la Resurrección de la carne, y en la Restauración de Jerusalén la que profetizaron Ezequiel, Isaías y todos los Profetas.

»Si te encuentras con algunos que se dan a sí mismos el nombre de cristianos, pero que blasfeman del Dios de Abraham, Isaac y de Jacob, y niegan la resurrección de la carne, ya te he dicho que te guardes de tenerlos por cristianos, porque son herejes, impíos y ateos».[5]

En esta respuesta, dada hacia el año 152 por el apologista de la fe cristiana, y en algunos textos anexos encontramos, diríamos clasificados, cuatro grupos con respecto al tema de la esperanza del cumplimiento en el Israel de la carne de las promesas hechas a los profetas.

Convencional y provisionalmente, los caracterizaremos en su relación con lo que se ha dado en llamar, muchas veces impropiamente y siempre con grandes equívocos, «milenarismo», término referido al Reino de Cristo y de sus Santos durante «mil años», de que habla el Apocalipsis (Apoc. 20, 6).

Primer grupo: cristianos que esperan la futura plenitud del Reino mesiánico («milenaristas»)

Unos como el propio Tryfón, afirman que, lo que no se ha cumplido todavía, se cumplirá en el futuro, es decir, en los tiempos de que habla San Pablo: «Todo Israel será salvado».[6]

Son los cristianos que profesan la doctrina que en siglos posteriores y hasta hoy es calificada, imprecisamente, como milenarista.

Segundo grupo: Cristianos que niegan que haya que esperar aquella plenitud de Reino mesiánico unidos los «judíos» y los «gentiles» en la fe en Cristo (cristianos no «milenaristas»):

Éstos, aunque pertenecen al linaje de los cristianos, no parecen admitir esta sentencia recta y piadosa de la futura restauración de Israel, y la unidad de los gentiles con los judíos, anunciada y prometida. Son los cristianos venidos de la gentilidad que no comparten aquella esperanza y ven con recelo su afirmación cual si se tratase del milenarismo judaizante.

Tercer grupo: sedicentes cristianos negadores del Antiguo Testamento y de la Encarnación y la Resurrección (gnósticos)

Otro grupo, que quiere llamarse cristiano, pero es herético –se trata de los gnósticos– no sólo niegan la esperanza de Israel sino también la resurrección de la carne y blasfeman del Dios de los judíos. Es la tradición que desconoce el carácter divino de la revelación del Antiguo Testamento y considera mala la obra del Dios Creador; esta línea tiene su culminación más visible en la historia en el maniqueísmo o catarismo. Tienen un sedicente antimilenarismo que encubre el rechazo del Antiguo Testamento y la blasfemia contra el Dios de Israel. Desde luego, despreciadores de lo que Dios ha creado, niegan toda resurrección.

Cuarto grupo: sedicentes cristianos judaizantes que conciben a Cristo como un mero hombre y a su Reino como un Reino terreno (milenarismo ebionita)

Antitéticamente enfrentados a éstos, están los judíos que incluso dicen reconocer a Jesús de Nazareth como Mesías, pero lo consideran como un mero hombre entre los hombres, concebido por modo ordinario, y esperan su Reinado de una manera camal y terrena: son los «ebionitas», los que se presentan a sí mismos como los «pobres del Señor» y esperan que la obra del Mesías sea la liberación del pueblo de Israel de la dominación de las naciones. Son los judaizantes, que tienen del Reino mesiánico una visión terrena y temporal.[7]

Este milenarismo ebionita se ha prolongado en nuestro tiempo en los mesianismos terrenos descritos en el Catecismo de la Iglesia católica, y cuya culminación más reciente se ha dado en los ideales del marxismo.[8]

El modo de entender la resurrección los judaizantes ebionitas es descrito por San Agustín como análogo al que los saduceos denunciaban en los fariseos: los resucitados volverán a vivir una vida semejante a la de este tiempo, engendrarán hijos como en los tiempos presentes, y en todo vivirán en un cuerpo no «espiritual» como lo describe San Pablo, sino «camal» una prolongación de la vida presente.[9]

Testimonios de San Ireneo de Lyon y de San Jerónimo

En su obra «contra los herejes», uno de los más importantes testimonios de la tradición católica en la edad patrística, hallamos una caracterización sumamente precisa de los errores del «ebionismo» y de la «gnosis»;

«Vanos son los de Valentín que dogmatizan excluyendo la salvación de la carne y desprecian lo que Dios ha creado. Vanos son también los ebionitas, que no aceptan la unión de Dios con el hombre, sino que perseveran en la vieja levadura. Rechazan la mezcla del vino celeste y no quieren ser sino agua secular. No aceptan que Dios venga a unirse a ellos, y perseveran con el Adán que cayó y fue desterrado del paraíso».[10]

San Ireneo atribuye al desprecio gnóstico a la obra creada por Dios, también su hostilidad a la resurrección y su desconocimiento de la economía del Reino. Es generalmente admitido que San Ireneo es un testimonio claro de la profesión en nombre de la fe ortodoxa de una comprensión de la dispensación del Reino que en siglos siguientes ha sido descrita con frecuencia como «milenarista».

Es también absolutamente clara su clarividente conciencia del sentido de cerrazón en lo humano y desprecio de la gracia divinizante que era el fondo de la actitud espiritual del ebionismo judaizante.

En el siglo iv hallamos en San Jerónimo un adversario tenaz del milenarismo ebionita, y hay que reconocer que su autoridad contribuyó en gran parte a que se hiciese bastante general la idea de que la esperanza del Reino de Cristo en la Tierra era algo que contaminaba la fe cristiana con la visión terrena de los judíos que habían rechazado a Cristo.

Recordemos algunos textos del máximo escriturista de la edad patrística:

«No ignoro cuánta sea entre los hombres la diversidad de opiniones… si el Apocalipsis de San Juan lo tomamos literalmente nos será necesario judaizar… y si lo tomamos espiritualmente tendremos que contradecir la opinión de muchos de los antiguos… entre los griegos citaré solo a San Ireneo, obispo de Lyon.

»Contra el cual Dionisio de Alejandría escribió un libro en que ridiculiza la fábula de los mil años, la Jerusalén terrena de oro y piedras preciosas, la reinstauración del Templo, la sangre de las víctimas, el descanso del sábado, la circuncisión, las nupcias y las delicias de los banquetes, y la servidumbre de todas las naciones.

»Contra Dionisio escribió Apolinar, al que siguen no sólo los hombres de su secta –los «apolinaristas» que negaban la existencia de alma intelectual en Cristo– sino que en esto por lo menos le siguen muchos de los nuestros.

»No les envidio si aman tanto la tierra que en el Reino de Cristo desean las cosas terrenas… pero al decir esto no excluyo la verdad de los cuerpos resucitados incorruptos e inmortales».[11]

Al describir el sistema que combate Dionisio de Alejandría se ve muy claro que se trata de actitudes que suponen la restauración de la antigua alianza y a la vez un modo de entender la resurrección de la carne que mantiene el cuerpo resucitado la «carnalidad» que ahora le caracteriza. Probablemente se produjo una confusión de perspectivas porque no se hallan tales doctrinas en San Ireneo ni en los «muchos varones eclesiásticos y mártires que afirman estas cosas», según dice el propio San Jerónimo.[12]

En definitiva, San Jerónimo tiene que vindicarse a sí mismo de no ser de los que niegan la resurrección. Y, de un modo muy parecido al de San Ireneo, describe así el enfrentamiento antitético entre los auténticos judaizantes y los enemigos gnósticos del Reino de Cristo:

«Hay que caminar por el camino recto y no inclinarse ni a la derecha ni a la izquierda, no seguir ni el error judío ni el error herético. Los que son de la carne sólo aman la carne, pero otros son ingratos a los beneficios de Dios y rechazan tener lo que tuvo Cristo en su nacimiento y en su resurrección».[13]

¿Cómo ha de entenderse la esperanza de Israel en el cumplimiento de las antiguas profecías?

Quienes han estudiado documentadamente la cuestión del «milenarismo», tal como lo hicieron, según el testimonio dado en esta misma revista por el eminente teólogo Francisco de Paula Solá, S.I., el escriturista jesuíta Juan Rovira y Ramón Orlandis, el fundador de Schola Cordis Iesu, han demostrado plenamente que el sistema escatológico espresado por San Justino y San Ireneo, totalmente heterogéneo con el milenarismo ebionita, no ha sido nunca considerado en el sentir común de los fieles ni en la doctrina común de los teólogos como algo no opinable y rechazable en la teología.

Tampoco ha sido nunca ni desautorizado ni prohibido en la enseñanza de las escuelas, a pesar de la generalización del sistema opuesto y de los equívocos que ya desde el siglo iv se formaron en torno la palabra milenarismo y a su complejo y confuso significado.[14]

El propio P. Orlandis, como su sobrino el P. Juan Rovira, y como el P. Enrique Ramiére en su tiempo, no aceptaban ni asumían el término milenarismo, ciertamente equívoco y muy pocas veces precisado en su sentido. El P. Francisco de Paula Solá, S.I., lo utilizaba como significando la doctrina escatológica de Juan Rovira y Ramón Orlandis, que tenía por ortodoxa y verdadera.[15]

Personalmente, atendiendo a una consulta mía, me respondió decididamente: «Usted debe enseñar el milenarismo». Tengo la más absoluta certeza de que su consejo y orientación no se refería en modo alguno a nada heterodoxo o prohibido como disconforme al sentir de la Iglesia; aunque ciertamente se refería a algo poco conocido y muchas veces injustamente acusado.

Un autor que en los siglos modernos ejerció una influencia comparable a la de San Jerónimo en la edad patrística en contra de la posición llamada «milenarista» es el jesuita flamenco Cornelio a Lápide. En su comentario sobre Jeremías, después de expresar su posición favorable a la interpretación «alegórica» o «espiritual» de los textos proféticos sobre la restauración de Jerusalén y la gloria de Israel añade, en una actitud que renueva, aunque desde diversa perspectiva, la situación apologética de San Justino en su diálogo con el judío Tryfón:

«Si alguien quisiera satisfacer plenamente a un judío que pertinazmente le urja, conceda que todas estas cosas, tal como suenan a la letra, se han de entender sobre la Jerusalén de la tierra: y se puede satisfacer plenamente a los argumentos de los judíos por este método, a saber, si decimos que las Profecías y las Escrituras que prometen la reinstauración de Israel, la reedificación de Jerusalén, la redención y la salvación de los judíos, tomadas literalmente se cumplirán en el segundo advenimiento del Mesías, esto es de Cristo, Advenimiento que los judíos piensan será el primero, puesto que niegan que Cristo halla ya venido al mundo.

»Pues en esto está todo su error y disensión respecto de los cristianos: en que niegan el primer advenimiento de Cristo; y las Escrituras que hablan del segundo advenimiento de Cristo las exponen respecto del primero, y por esto niegan el primer advenimiento, y piensan que Cristo todavía no ha venido a la tierra».[16]

Aunque Cornelio a Lapide, a diferencia de San Justino, no profesa esta posición, que sugiere puede ser tomada apologéticamente en diálogo con los judíos, es evidente que su testimonio demuestra que no se puede excluir de la ortodoxia, cual si se tratase de una deformación terrena y mundana de las profecías, la esperanza de la futura conversión de Israel y todos los bienes que para Israel y para todas las naciones habrán de venir de esta conversión.

En todo caso, esta actitud de Cornelio a Lapide viene a confirmar precisamente lo que ya San Jerónimo había también reconocido:

«Hay algunos que las cosas que nosotros afirmamos que se han cumplido ya en parte, y que afirmamos que se cumplirán plenamente a partir del primer advenimiento y hasta la consumación del mundo, las reservan para un tiempo futuro, cuando después de haber entrado ya la plenitud de las gentes se salvará todo Israel. Esta sentencia no ha de ser en modo alguno reprobada siempre que se afirme que esto se cumplirá de modo espiritual y no de manera camal».[17]

Los signos de los tiempos en el nuevo Catecismo

El error máximamente peligroso, el de confundir el advenimiento del reinado de Cristo al mundo con un progreso humano apoyado en las fuerzas del hombre, y que muchas veces se confunde precisamente con la desintegración del orden natural y cristiano del mundo –Pío XII advertía que los hombres de nuestro tiempo han hablado de progreso cuando retrocedían– es removido explícitamente en el texto del nuevo Catecismo:

«Antes del Advenimiento de Cristo la Iglesia habrá de pasar una pmeba que sacudirá la fe de muchos creyentes (Le 18,8; Mt 24,12). La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra desvelará el misterio de iniquidad, bajo la forma de una impostura religiosa que aportará a los hombres la solución aparente de nuestros problemas al precio de la apostasía de la verdad; la impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un seudomesanismo, en la cual el hombre se glorifica a sí mismo en lugar de glorificar al Mesías venido en came».[18]

El texto del Catecismo reitera con la máxima oportunidad para nuestro tiempo aquellos testimonios tradicionales a que aludíamos. El espíritu del Anticristo, adoración del hombre por el hombre, enfrentado a todo lo que reciba culto o tome un nombre divino desde títulos trascendentes al hombre mismo –es decir, hostil a la adoración del Dios verdadero y al culto idolátrico que cualquier orden de cosas se someta a algo que se proponga el hombre como a lo que debe someterse y respetar– es la culminación del misterio de la hostilidad a toda norma, de la ilegalidad o anarquía.

Pero, la característica decisiva de nuestro tiempo como anticristiano es el de proyectar atributos mesiánicos sobre las dimensiones de la autoadoración de la humanidad en que se ejercita el enfrentamiento a cualquier cosa reconocida como divino.

De aquí que el Catecismo, atento a estas deformaciones satánicas de la conciencia cristiana que, como decía Pío XII, califican como progreso al retroceso y nada encuentran más «cristiano» que la rebeldía contra cualquier título de autoridad trascendente al hombre, sigue dando criterio de discernimiento para advertir «los signos de los tiempos»:

«El Reino no se realizará en un triunfo histórico de la Iglesia por medio de un progreso ascendente, sino con una victoria de Dios sobre el desencadenamiento último del mal, que hará descender del Cielo a su Esposo. El triunfo de Dios sobre la rebelión del mal tomará la forma del Juicio Final…».[19]

El tiempo último del divino juicio

En el nuevo Catecismo se nos da pues, como una llamada de atención para la comprensión de los signos de los tiempos. Las esperanzas de la Iglesia, tantas veces reiteradas en el magisterio pontificio, de un tiempo en que «se hará un solo rebaño y un solo pastor», y en que «todos los hombres adorarán a Dios con una sola voz y hombro con hombro» y en que «las espadas serán transformadas en arados y las lanzas en podaderas», no pueden realizarse desde el progreso humano, ni pueden tampoco esperarse con anterioridad a la conversión del pueblo judío, anunciada por los Profetas y el Apóstol Pablo, y recordada en el Concilio Vaticano II.

Pero esta conversión se relaciona en el plan de Dios con la manifestación del Advenimiento del Señor con gloria, viniendo a juzgar al mundo. El hundimiento del reino del Anticristo no se da sino en este momento misterioso cuya «cronología» reservó el Señor como algo puesto en la potestad del Padre celeste, pero que a los cristianos nos toca esperar vigilantes, no sea que nos sorprenda como ladrón.

Mi maestro el P. Orlandis citaba con insistencia unas palabras del gran comentarista bíblico Knabenbauer sobre el Profeta Daniel: «Entonces, derribado el imperio del Anticristo, la Iglesia reinará en todas las partes de la tierra, y se hará, tanto de los judíos como de los gentiles, un solo rebaño y un solo pastor».

No cabe, pues, esperar el cumplimiento de la plenitud de la Iglesia, en el sentido de la difusión universal de la fe, y la obtención de los frutos del Reino de Cristo, sino en relación con aquel tiempo misterioso en que el Señor «de nuevo vendrá con gloria a juzgar a los vivos y a los muertos, y su Reino no tendrá fin».

En el contexto de la reducción de la escatología a aquellas cuatro verdades aprendidas en nuestro Catecismo: la muerte, el juicio, el infierno y la gloria, nos quedamos perplejos y nos inclinaríamos, como ha ocurrido algunas veces, a considerar puramente metafóricas todas las expresiones bíblicas referentes a los bienes mesiánicos, a la unidad entre los judíos y las naciones, y a la paz traída al mundo por Cristo.

No sabemos nada obviamente del cómo y cuándo del tiempo del juicio. Solemos pensar en el «particular», en el instante de la muerte de cada uno de nosotros, y en el «universal» como la cesación del tiempo de la Iglesia, y no su «acabamiento», «culminación», o «consumación». San Agustín en su tiempo, y en su gran obra sobre la reflexión teológica acerca de la providencia de Dios en la historia humana escribió:

«La Iglesia Universal del Dios verdadero confiesa y profesa que Cristo ha de venir del Cielo a juzgar a los vivos y a los muertos, y a esto le llamamos nosotros el último día, del divino juicio, esto es, el tiempo último.

»Pues, por cuántos días se extiende este juicio nos es incierto: las Escrituras Santas suelen utilizar el término día significando tiempo, como no ignora el que haya leído aunque sea ligeramente aquellas Letras Santas. Así pues, cuando decimos día del juicio de Dios también añadimos último, con lo que indicamos que ya ahora juzga y desde el principio del tiempo juzgó».[20]

De este tiempo último, o de aquellos «últimos tiempos», como se complacía en llamarlos San Luis María Grignion de Monfort, han escrito y predicado muchas cosas, ortodoxas y sanas, muchos predicadores y doctores. Pero muy poco, sin duda por disposición providencial, ha pasado a ser contenido de la iniciación catequética a la fe.

Pero permanece el misterio de las afirmaciones de esperanza para el mundo entero, en «la Paz de Cristo en el Reino de Cristo», y del llamamiento a la «instauración en Cristo de todas las cosas».

En la iluminación de la esperanza de los cristianos en los designios divinos a realizar en «los últimos tiempos», en «el día del último juicio del Señor», que parece iniciarse en una etapa nueva con la promulgación del Catecismo, hallamos el cumplimiento de lo que nos enseñó el Apóstol Pablo: «Todo lo que se ha escrito se ha escrito para nuestra enseñanza, a fin de que por la paciencia y el consuelo de las Escrituras, tengamos esperanza».

Este aliento y orientación a nuestra esperanza es la que cada año nos trae la liturgia del Adviento. Del tiempo litúrgico referido al recuerdo de la expectación de la primera venida, y al despertar de nuestra esperanza en el advenimiento glorioso del Rey a la tierra.

Francisco Canals Vidal


Citas complementarias:

«Nadie niega ya ni duda siquiera que será Jesucristo el juez supremo del juicio final y que éste será tal cual se anuncia en las Sagradas Letras. Sólo el que por una incredulidad ciega y quisquillosa no cree en las Escrituras, que ya han manifestado su veracidad al mundo entero, duda de esto. He aquí las cosas que sucederán en el juicio o hacia este tiempo: la venida de Elias Tesbite, la conversión de los judíos, la persecución del Anticristo, la venida de Cristo a juzgar, la resurrección de los muertos, la separación entre los buenos y los malos, la conflagración del mundo y su renovación. Es preciso creer que todo esto sucederá; pero ¿de qué modo y en qué orden? La experiencia nos lo enseñará mejor que puedan hacerlo ahora las conjeturas de la razón humana. Con todo, tengo para mí que sucederán en el orden que he venido diciendo.»

San Agustín, La ciudad de Dios, XX, 30, 5

«El Reino de Cristo, presente ya en su Iglesia, sin embargo, no está todavía acabado «con gran poder y gloria» (Le 21,27; cf. Mt 25,31) con el advenimiento del Rey a la tierra… por esta razón los cristianos piden, sobre todo en la Eucaristía (cf. 1 Cor 11,26) que se apresure el retomo de Cristo (cf. 2 Pe 3,11-12) cuando suplican: «Ven, Señor Jesús» (cf. 1 Cor 16,22; Ap 22,17-20).»

Catecismo de la Iglesia católica, núm. 671

«La venida del Mesías glorioso en un momento determinado de la historia (cf. Rm 11,31) se vincula al reconocimiento del Mesías por «todo Israel» (Rm 11,26; Mt 23,39)… San Pedro dice a los judíos de Jerusalén después de Pentecostés. «Arrepentios, pues, y convertios para que vuestros pecados sean borrados, a fin de que del Señor venga el tiempo de la consolación y envíe al Cristo que os había sido destinado, a Jesús, a quien debe retener el cielo hasta el tiempo de la restauración universal, de que Dios habló por boca de sus profetas» (Hch 3,1921)… la entrada de «la plenitud de los judíos» (Rm 11,12) en la salvación mesiánica… hará al pueblo de Dios «llegar a la plenitud de Cristo» (Ef 4,13).»

Catecismo de la Iglesia católica, núm. 674

«El séptimo día, es decir, los años últimos, hará las veces de los sábados para los santos, que resucitarán a celebrarlo. Esta opinión sería de alguna manera admisible, si en aquel sábado se creyesen como futuras para los santos por la presencia del Señor algunas delicias espirituales. Yo mismo me adherí un tiempo a este sentir.

»Pero sus defensores dicen que los resucitados se gozarán en inmoderados banquetes camales, en los que la comida y la bebida carecerán de moderación, y superarán en el modo a los incrédulos. Y esto no puede ser creído sino por los que son camales. Los que son espirituales dan a éstos el nombre de Chiliastai, palabra griega que a la letra podemos traducir nosotros por «milenaristas”. Sería muy largo refutarlos detenidamente…»

San Agustín: La Ciudad de Dios, XX, 7, 1

«Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes (cf. Le 18,8; Mt 24,12). La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra (cf. Le 21,12; Jn 15,19-20) desvelará el «misterio de iniquidad» bajo la forma de una impostura religiosa… la impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un seudomesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías.»

Catecismo de la Iglesia católica, núm. 675

Prohibición del milenarismo mitigado

«En estos últimos tiempos se ha preguntado más de una vez a esta Suprema Congregación el Santo Oficio qué haya de sentirse acerca del sistema del milenarismo mitigado, a saber, del que enseña que Cristo Señor, antes del juicio final –previa o no previa una resurrección de muchos justos– ha de venir visiblemente a la tierra para reinar.

»Respuesta: El sistema del milenarismo, aun mitigado, no puede ser enseñado guardando la seguridad de la doctrina.»

Decreto de 21 de junio de 1944. Cf. DS, 3839.

«… el Reino no se realizará mediante un triunfo histórico de la Iglesia (cf. Ap 13,8) en forma de un proceso creciente, sino por una victoria de Dios… que hará descender desde el cielo a su esposa (cf. Ap 21,2-4) después de la última sacudida cósmica de este mundo que pasa (cf. 2 Pe 3,12-13).»

Catecismo de la Iglesia católica, núm. 677


Notas:

[1] San Cirilo de Jerusalén: Catequesis 15, 1-3 (M.G. 33, 870874).

[2] Catecismo de la Iglesia Católica, núm. 671.

[3] CEC 672.

[4] Concilio Vaticano II, Nostra aetate, num. 4.

[5] San Justino el Filósofo, Diálogo con el judío Tryfón, núm. 80 (M.G. 6, 663).

[6] Rm 11, 26.

[7] San Justino el Filósofo, Diálogo con el judío Tryfón, núm. 48 (M.G. 6, 581).

[8] CEC, núm. 676.

[9] San Agustín, Enarrationes in Psalmos, núm. 65.

[10] San Ireneo de Lyon, Contra haereses, lib. V, c. I9 núms. 292293 (M.G. 7, 1112-1223).

[11] San Jerónimo, Sobre el libro de Isaías, 60, 1. (M.L. 24, 627).

[12] San Jerónimo, Sobre el libro de Jeremías, 19, 2012 (M.L. 24, 802).

[13] San Jerónimo, Ibídem., (M.L. 24, 238).

[14] El «milenarismo» acerca del cual hay un consentimiento universal de los creyentes en que es ajeno a la fe cristiana es el heredero del error judío y que se ha concretado en nuestro tiempo en los mesianismos terrenos.

En qué sentido se declaró de cierto sistema escatológico conocido como «milenarismo mitigado» que no podía ser enseñado guardando la seguridad de la doctrina, véase DS núm. 3839. El P. Ramón Orlandis comentó su alcance y significado en su artículo «¿Somos pesimistas?»: Cristiandad 73 (1947) 145-148.

[15] Véase Cristiandad 708-709 (abril-junio de 1990) 5.

[16] Cornelio a Lápide, Comentario sobre Jeremías, cap. 31. núm. 34-40.

[17] San Jerónimo, Sobre el libro de Isaías, cap. 12 (M.L. 24, 487-589).

[18] CEC 675.

[19] CEC 677.

[20] San Agustín, De Civitate Dei, libro XX, cap. I, núm. 2.