El objetivo final de los estatutos autonómicos (13.II.1987)

VotacionesEsta semana tie­ne lugar en Bar­celona el debate sobre el desarrollo del Estatuto en el Parlamento ca­talán. Hace muy pocos días, Garaicoechea y Bandrés han retado a Benegas a que declare si el progra­ma común elaborado por aquellos dos partidos nacionalistas excede de los planteamientos del Estatuto Vasco.

Nos acercamos cada día más a situaciones límites. Pero nadie de­bería mostrar sorpresa cuando desde los medios nacionalistas en Vasconia o en Cataluña se propo­nen planteamientos que hacen te­mer la «evolución» de las auto­nomías hacia el secesionismo y la desintegración de la unidad de Es­paña. Nadie debería sorprenderse porque desde hace bastantes años todo aquello que para otros es «nacional», significando por tal al­go español, es para aquellos nacio­nalistas «estatal».

A veces se le ocurre a uno la pre­gunta de si en los años en que se preparó la transición rupturista ba­jo apariencias de reforma, y en que se elaboró por el contradictorio consenso la Constitución de 1978, y los Estatutos de las que se llama­ron «nacionalidades históricas», sabían muchos de qué se trataba, o lo ignoraban, o fingían ignorarlo para desconcertar a otros que no sabían de qué se trataba. Adolfo Suárez afirmó entonces que el Es­tado de las autonomías obraría so­bre la unidad de España «reforzándola»: muchos lo creyeron o fingieron creerlo.

Sobre el proceso engañoso, en­tonces iniciado, se ha continuado avanzando. Por entusiasmo sin du­da por la «Monarquía parlamentaria», sectores sociales que parece que aman la unidad de España se ilusionaron con el nacionalismo catalán como una esperanza para el mito, nunca realizado, y cada vez más lejano, de un centro-derecha español. ¿Recuerdan ustedes que Jordi Pujol fue proclamado «es­pañol del año»? Yo recordaba la insistencia y la vehemencia con que me preguntaba Josep Pla, junto al hogar en su casa de Llofriu: «¿Sabe usted que Pujol es separatista ?» Yo le contestaba siempre: Ciertamen­te, lo sé.

¿No habían nunca leído los hom­bres de la transición el libro funda­mental del nacionalismo catalán, «La Nacionalitat Catalana»? A no ser que ocultasen lo que sabían para desorientara la opinión públi­ca y a los altos mandos del Ejército, a quienes habían prometido la sal­vaguardia de la unidad de España.

En Prat de la Riba hubiesen encontrado afirmado que Cataluña es para los catalanes su única patria. Que España no es sino un Estado. Que nacionalidad y nación son sinónimos, salvo cuando se em­plea el abstracto nacionalidad para significar la cualidad de un ciuda­dano como miembro de una na­ción; tomado como significando lo concreto, el término nacionalidad designa la nación, y así se le toma cuando se habla del «principio de las nacionalidades». También lo habrían encontrado afirmado allí, concretado en el derecho de toda nación o nacionalidad a darse a sí misma su propio estado «nacio­nal».

Hubiesen encontrado allí la filo­sofía del nacionalismo, inspirada en confusas y desorientadoras doctrinas del idealismo romántico alemán. Hubieran leído que lo esencial es que Cataluña sea cata­lana, lo que podrá ser siendo católica o librepensadora, liberal o socialista. Encontrarían por tanto el origen de la corruptora mentalidad que va deformando cada día todos los ideales y convicciones en Cata­luña. También habrían leído la im­portancia central de la lengua para el espíritu nacional –contradicien­do el hecho de que países como Irlanda, por ejemplo, habiendo ha­blado durante siglos la lengua de una nación extranjera dominante, han conservado su propio modo de ser– y hubiesen encontrado allí afir­mado que cambiando la lengua «se cambia el alma», y se hace en­trar a un hombre en la comunidad que le absorbe; con lo que hallarían explicado el motivo profundo de la que aquí llaman ahora «normaliza­ción lingüística», con la que espe­ran hacer perder su atavismo origi­nario a todos los inmigrados.

Cataluña necesita ahora esto desde el punto de vista nacionalis­ta, supuesta la espantosa esterili­dad demográfica que constituye un escandaloso pecado colectivo y al­go así como un suicidio. Si no na­cen catalanes habrá que convertir en catalanes a quienes se acerquen a vivir por aquí.

Si se hubiese querido conocer en sus fuentes y en su historia el na­cionalismo catalán, se entendería la razón de ser de la voluntad de presencia en la política española de que hacen gala con frecuencia sus dirigentes, y que se empeñan al­gunos en interpretar como una ga­rantía de la unidad de España. La mítica Cataluña de los nacionalis­tas quiere ser hegemónica en Es­paña, porque se cree especialmen­te, y aun exclusivamente, capaci­tada para modernizarla cultural y políticamente. El Estado español modernizado, europeizado, por la influencia del catalanismo político, reconocería por fin el derecho de Cataluña a su reconstrucción na­cional y a su soberanía. Que ésta se realizase después por vía «confe­deral» en el contexto de los pue­blos del Estado español es otro te­ma, aunque sea conexo; en todo caso no es una garantía tranquili­zadora para la unidad de España. La mítica Cataluña soñada por los nacionalistas tiene necesidad de ejercer en España su propio «im­perialismo», como afirmaba Prat de la Riba.

Confederada o no con España, la reconstrucción nacional de Cata­luña se conexiona intrínsecamente con el propósito de dar presencia internacional al «problema nacio­nal» de Cataluña. Instrumento de esta internacionalización del problema catalán, que ya se intentó en Gine­bra ante la Sociedad de Naciones, son las múltiples actividades de presencia cultural, viajes, herma­namientos de municipios o de uni­versidades, presencia en ferias y exposiciones, etcétera, de que ca­da día tenemos noticia. Acertaba Emilio Romero al decir que algunas autonomías tienden a tener ya una propia política internacional. El insistente tópico del «euro­peísmo» de Cataluña apoya coti­dianamente este propósito de que Cataluña sea vista en Europa y en el mundo como una nación dotada de su propia lengua, cultura, espíritu emprendedor económico y con de­recho a configurar su propia sobe­ranía política.

En el referéndum para la apro­bación del Estatuto catalán, la consigna electoral fue qué el Esta­tuto era «una herramienta para construir Cataluña». Algo transito­rio y útil, no un fin en sí mismo, ni un término de llegada.

¿Podría dudar alguien de que para los nacionalistas vascos la «vía estatutaria» no es sino esto, un camino hacia una meta a la que no se renuncia? Esta meta está guardada como en reserva en las disposiciones adicionales, que afirman que por la vía estatutaria no renuncia el pueblo vasco, la na­ción vasca, a «los derechos que le podrían haber correspondido por la historia». Con esta irreal alusión a la historia se quería significar la autodeterminación «nacional», y con ella el derecho a la indepen­dencia.

Quien piense que las afirmacio­nes del artículo de la Constitución que, antes de mencionar las «na­cionalidades», habla de la nación española y de la «patria» indivisa, contienen una garantía para el fu­turo unitario de España, se engaña a sí mismo voluntariamente.

El «consenso» fue el método para la simultánea afirmación de tesis insalvablemente contradicto­rias. Quien desee que España se mantenga como unidad histórica, y no sólo administrativa o «estatal», en el futuro, habrá de invocar idea­les y valores superiores y anteriores a esta desintegradora Constitu­ción, promulgada al día siguiente del Día de los Inocentes de 1978.

El Alcázar, 13 de febrero de 1987
Francisco Canals Vidal